jueves, 18 de octubre de 2012

Tarde de gatos

Pedrito Martínez se disponía a enfrentarse a su mayor reto. Había trabajado con gran esfuerzo para la tarde que se le presentaba, momento en el que había citado a conocidos y curiosos para presenciar su espectáculo. A sus escasos once años había conseguido ser reconocido como el niño capaz de enfrentarse con gran maestría a las bestias que rondanban la ciudad en la que vivía. Sus hazañas se transmitían de parque a parque, en cada recreo y en los descansos de aquellos que estaban obligados a asistir a clases particulares durante la tarde. La curiosidad ante su anunciada puesta en escena había logrado que un buen número de niños asistiera al descampado que había detrás de un cine en obras minutos antes de las cinco de la tarde, hora a la que Pedrito Martínez desafiaría una vez más a su destino.

El sol pegaba con fuerza de verano pese a que la primavera acababa de estrenarse. El público se agolpaba detrás de la valla de metal que cercaba el descampado, dando protección y a la vez un buen lugar de visionado para aquellos que no querían perder ningún detalle. Justo cuando la impaciencia comenzaba a hacer acto de presencia, el protagonista de la tarde hizo su aparición. Pedrito Martínez se coló por una de las deterioradas rendijas de la valla y se introdujo en el descampado para llevar a cabo su cometido. Caminaba con la cabeza alta y sin inmutarse por el clamor del público, que aplaudía ante la llegada del héroe infantil. Pedrito Martínez llevaba consigo todo lo necesario para su actuación: un mechero y un paquete de petardos que guardaba en el bolsillo y por el que se había gastado el dinero acumulado en las últimas seis pagas que había recibido de sus padres. Una vez que llegó al centro del descampado saludó a su público y se dispuso a ofrecer el gran espectáculo que todos los asistentes esperaban disfrutar.

No tardó en fijar su mirada en el que sería su objetivo. Había ensayado mucho en aquel desierto de ciudad y sabía que los gatos se escondían entre las grietas que se abrían en las robustas rocas que decoraban parte del descampado. Allí, entre las sombras, descansaba uno de esos gatos que rondaban el barrio y se hospedaban en esa pequeña llanura. Pedrito Martínez se dirigió a él con cautela, bajo la atenta mirada de su entregado público. Mostrando su cara más tierna, consiguió acercarse al felino sin que el animal mostrara signos de preocupación. El héroe de la tarde adelantaba una de sus manos, haciendo creer al gato que guardaba algo en ella, comida quizá, y provocando que, inmóvil, cayera en la trampa de la curiosidad. Justo cuando estuvo lo suficientemente cerca, Pedrito Martínez agarró al animal por el lomo, alzándolo hacia el aire y mostrándoselo a su público, que jaleaba al comprobar que asistirían al espectáculo prometido.

El gato comenzó a luchar. Le provocó al niño unos arañazos que no serían suficientes para conseguir su libertad. Pedrito Martínez sabía muy bien que en su lucha contra el animal él debía salir ganando, aunque a cambio tuviera que derramar su propia sangre. Acercó al gato al centro del descampado para que todos observaran lo que estaba a punto de ocurrir. Cuando llegó, tiró al animal al suelo con toda la fuerza que pudo, dejándolo débil y atontado y sin apenas fuerzas para continuar con su combate.

En ese momento el gran Pedrito Martínez inmovilizó al gato poniendo una de sus piernas encima y sacó de su bolsillo uno de los petardos que tan caros le habían costado. Ante los ojos fascinados de quienes le observaban, el niño introdujo el petardo en el ano del animal, asegurándose que la mecha quedaba en el extremo que daba al exterior. Mientras lo hacía pudo escuchar unos calurosos aplausos que le daban fuerzas para seguir adelante justo en el momento en el que el gato volvía en sí y comenzaba a pelear de nuevo con uñas y dientes para recuperar su tranquila vida entre las sombras de las rocas. Pero el felino perdió una nueva batalla. El petardo quedó perfectamente introducido en el recto del animal y Pedrito Martínez se dispuso a encender la mecha. Antes de hacerlo, levantó el mechero hacia su público, consciente de que esa proeza era posible gracias a los espectadores que habían ido a verle. Acto seguido, encendió la mecha, levantó la pierna del animal y salió corriendo lo más deprisa que pudo. El gato, ajeno a lo que estaba a punto de ocurrir, también huyó, con la leve esperanza de llegar a un destino seguro.

El ruido del petardo retumbó en todo el descampado, momento en que la locura invadió a los asistentes de aquel espectáculo, que comenzaron a aplaudir y a vitorear el nombre de su ídolo. En mitad del descampado, Pedrito Martínez permaneció de pie, sin dar importancia a las numerosas heridas que se extendían por sus brazos y con la mirada fija en el animal que yacía en el suelo con las tripas reventadas. La mala suerte había querido que el gato no perdiera el conocimiento. Agonizaba lanzando unos agudos gemidos que el protagonista de la tarde había aprendido a tolerar con el tiempo. Pedrito Martínez se acercó de nuevo al animal, lentamente, manteniendo su pose erguida. Cuando llegó hasta él cogió una de las piedras que se encontraban en el suelo y la estampó con fuerza contra el cráneo del animal, provocándole el golpe que acabaría definitivamente con su vida y dando lugar a que el público estallara de júbilo por segunda vez en esa tarde de gatos. Para finalizar, Pedrito Martínez arrancó de un tirón los bigotes que sobresalían del hocico del animal y los ofreció como obsequio a todo aquel que lo aclamaba. Le costaba disimular la euforia que invadía su cuerpo. Sabía que había culminado una gran faena por la que sería recordado durante mucho tiempo.