viernes, 3 de mayo de 2013

El apóstol

Justo cuando el reloj cruzaba el umbral que marcaba las tres de la tarde un sonido de llaves se oía tras la puerta. El causante era Andrés, un padre de familia que llegaba a casa después de otro día de trabajo tras la ventanilla de la sucursal de un banco. Vestido con su recurrente traje de chaqueta azul marino, saludaba con un gesto serio a los allí presentes. Javier, su hijo de nueve años, aguardaba en el comedor sentado en la mesa preparada para el inminente almuerzo y distraído viendo la televisión, colocada en el altar de la habitación. En la cocina estaba su mujer, centrada en los últimos detalles de la comida que llevaba horas preparando. Andrés besó su mejilla y se dirigió a su cuarto. Allí se deshizo de la chaqueta, la correa, la corbata y desabrochó los primeros botones de su camisa. Se quitó la pequeña cruz que llevaba en una cadena alrededor de su cuello, la besó y la dejó colgada en el cabecero de su cama. Luego entró en el comedor, apagó la televisión y se sentó al lado de su hijo.

—Un plato delicioso —dijo Andrés—. ¿Qué es este sabor? ¿Vino blanco?

—Sí. Leí la receta en una revista y me atreví a hacerla —explicó su mujer.

—¿Qué tal el día? —preguntó él.

—Como todos —dijo ella—. ¿Y el tuyo?

—Como siempre —dijo él.

—Hoy me he encontrado a Marisa. Quería saber cuándo iríamos a cenar a su casa —dijo ella.

—El viernes podría ser un buen día. Hace tiempo que no veo a Mario —dijo Andrés —. Este plato está realmente delicioso.

—Pues parece que no le gusta a todo el mundo. Javier, ¿quieres hacer el favor de dejar de jugar con la comida? Se te va a enfriar.

—¿Qué le pasa? —Andrés llenó su vaso de agua.

—No lo sé, lleva con esa expresión desde que llegó del colegio. Algo le ha tenido que pasar —explicó su mujer.

—No me ha pasado nada —dijo Javier.

—¿Y por qué no comes? —preguntó Andrés.

—No tengo hambre —contestó Javier.

—Pues algo tienes que comer —dijo Andrés.

—¿Por qué tengo que hacer la primera comunión? —preguntó su hijo.

—¿Por qué no quieres hacerla? —preguntó Andrés.

—No lo sé. Hay gente de mi clase que no la va a hacer. Ni tampoco va a catequesis. ¿Por qué yo sí?

—Ir a catequesis no es malo, ya lo hemos hablado. Es normal que estés nervioso. Falta muy poco para tu gran día —contestó su madre.

—¿Pero por qué tengo que hacerla? —insistió el hijo.

—Porque lo hemos querido nosotros. Queríamos que conocieras mejor nuestra religión y que te preparases para tu primera comunión. Es un paso importante en tu vida y ya tienes la edad para darlo —explicó Andrés.

—¿Y si no quiero? —preguntó Javier.

—No digas más tonterías y cómete la comida que ha preparado tu madre.

—No tengo hambre.

—Como quieras.

Andrés se levantó y retiró el plato de su hijo. En la cocina cogió varias piezas de manzanas que esperaban pacientes en el frutero y las peló a trozos, colocándolas en un plato que puso delante de Javier.

—Aunque no tengas hambre no te levantarás de aquí hasta que no te comas esto —dijo Andrés.

Javier dio un resoplido. Se comió sin protestar la fruta mientras sus padres seguían almorzando.



Andrés se cepilló los dientes después de comer, se lavó la boca con un enjuague bucal y se miró al espejo. Observó sus encías, sus ojeras y su incipiente calvicie. Luego desabrochó el resto de los botones que le quedaban de su camisa y dejó al descubierto el tatuaje que se encontraba en su abdomen. El espejo mostraba un conjunto de pequeños rombos que le cubrían toda la barriga. El aspecto de aquella superficie había cambiado el color de su barriga, que tenía un tono más oscuro que el resto de su piel. Unas pequeñas manchas negras destacaban del mosaico, todas ellas separadas simétricamente unas de otras. Andrés cerró su camisa y fue hasta el salón. Encendió la televisión, se tumbó en el sofá y se acomodó para su siesta. Le despertó su mujer a la media hora.

—Voy a llevar a Javier a la catequesis. Nos vemos para la cena —besó la mejilla de Andrés.

Su hijo esperaba en la puerta. Su mujer lo había vestido con un jersey de hilo y unos pantalones cortos y lo había peinado dejándole la raya a un lado. Su mirada se cruzó con la de su padre, tumbado en el sofá. Andrés le dedicó un guiño. Javier sonrió y se marchó con su madre camino de la iglesia, lugar donde recibía normalmente las clases que le preparan para su primera comunión.

Andrés no volvió a quedarse dormido. Se levantó y se preparó para salir. Entró en su dormitorio para coger la cadena del cabecero de la cama, besó la cruz y se la volvió a poner alrededor de su cuello. Luego se vistió y se marchó hacia la tienda de tatuajes.

—Llegas media hora antes —le indicó el tatuador.

—Cuanto antes empecemos antes terminaremos —dijo él.
Andrés pasó a la parte de atrás de la tienda. Se desnudó y se colocó en la camilla. El tatuador preparó sus herramientas y siguió tatuando el abdomen de Andrés, siguiendo el dibujo que colgaba de la pared de la habitación y que él le había llevado unos días atrás cuando solicitó sus servicios.



—Qué buenas están las sardinas. Hacía semanas que no las comía —dijo Andrés.

Los tres miembros de la familia volvían a estar almorzando alrededor de la mesa del comedor.

—Me acordé de lo mucho que te gustaba el pescado —dijo su mujer.

—¿Qué tal tu día? —preguntó él.

—Normal… —contestó ella—¿Y el tuyo?

—Como todos. Hoy ha llegado una mujer que ha sacado de su cuenta todos sus ahorros para irse de vacaciones —contó Andrés.

—Qué egoísta —dijo ella—. Pásame el pan.

—¿Y tú Javier? ¿Cómo te va en la escuela?.

—Bien.

—¿Y tu catequesis?

—Igual. Se parece mucho al colegio. Aunque allí no mandan deberes —explicó Javier.

—Su profesora me ha contado que está muy contento con él —dijo su madre —. Se sabe todas las respuestas de las preguntas que hace.

—Y quería dejar de ir… Estarás contento, ¿no? —preguntó Andrés.

—Sí… —contestó Javier antes de beber de su vaso.

—No lo parece —dijo su padre.

—Es que hay cosas que no entiendo. Las sé porque siempre las cuenta el cura en misa o porque me lo habéis explicado vosotros. Pero no las entiendo —explicó Javier.

—Hay veces en las que no es necesario que entiendas todo —dijo su madre.

—¿Cuáles son las cosas que no entiendes? —preguntó su padre.
Javier se rascó la cabeza.

—Pues no entiendo por qué Dios dejó que Jesús muriera —sus padres no contestaron—. Si era su hijo y lo quería, no entiendo por qué dejó que muriera. Yo soy vuestro hijo, ¿dejaríais que me hicieran lo mismo que a él?

—Tienes que comprender que todos somos hijos de Dios —dijo Andrés—. Y él tiene un plan preparado para cada uno de nosotros. El de Jesús era morir en la cruz y por ese sacrificio Dios le recompensó. Por eso Jesús resucitó, para poder subir al cielo junto a Dios.

—¿Y qué plan tiene para mí? —preguntó Javier.

—Eso lo descubrirás con el tiempo —contestó Andrés.

—¿Y también me subirá al cielo? —preguntó Javier.

—Si te portas bien, sí —contestó su madre.

Los tres terminaron de comer y, como postre, Andrés trasladó el frutero hasta el salón, para que cada miembro de la familia cogiera el postre que quisiera. Después, Andrés se dirigió hacia el cuarto de baño. Allí se refrescó la cara y se lavó los dientes. Acto seguido se miró al espejo, clavando su mirada en sus propios ojos. Un instante después cogió del cajón del mueble una maquinilla de afeitar. Con ella se cortó la poca barba que le había crecido. También se rasuró la cabeza y se afeitó las cejas. Del mismo cajón cogió las pinzas de depilar de su mujer y se arrancó una a una todas sus pestañas. Cuando terminó se vistió, recogió su cadena del cabecero de su cama, besó la cruz, se la puso alrededor del cuello y se dispuso a ir una vez más hacia la tienda de tatuajes. Antes de abandonar la casa se encontró con su mujer. Ella lo miró fijamente, se acercó a él y besó su mejilla. Andrés sonrió y salió.



Dos semanas después, Andrés cumplió su promesa de llevar a su hijo al zoo. Para entonces ya tenía tatuado la mayor parte de su cuerpo. El mosaico de rombos le había cubierto las piernas, el tronco y parte de sus brazos. Se había depilado todo el cuerpo y se afeitaba la cabeza cada vez que le crecía algo de pelo. No tenía vello en ninguna parte de su cuerpo. Javier caminaba al lado de su padre cogido de su mano, contemplando los animales que allí se exponían. Rugió ante los leones, intentó tocar la trompa del elefante, dio de comer a los delfines y quiso espantar a las cacatúas. Su recorrido les llevó a detenerse ante la jaula de los gorilas.

—Qué feos son —dijo Javier.

—Se parecen mucho a nosotros —dijo Andrés.

—Eso es verdad —dijo Javier—. Mi profesora dice que el hombre viene del mono y que compartimos muchos genes. Pero no entiendo qué son los genes.

—Los genes son las herramientas que nos conectan con nuestros parientes. Tú tienes mis genes y tus hijos tendrán los tuyos —explicó Andrés.

—Entonces ¿es verdad que el hombre viene del mono? —preguntó Javier.

—¿Tú qué crees? —preguntó Andrés.

—No lo sé. En catequesis dicen que Dios creó a Adán y a Eva y que todos los demás venimos de ellos —dijo Javier—. Pero no puede ser, a menos que Adán y Eva fueran monos.

—No digas tonterías —dijo Andrés—. Nunca dudes de que fue Dios quien nos creó y que gracias a él podemos disfrutar de todas las cosas buenas de la vida.

—Pero entonces…

—Lo otro forma parte de las explicaciones que dan quienes están en contra de Dios. Él fue quien creó al hombre a su imagen y semejanza, aunque nos parezcamos a los monos —explicó Andrés.

—Pero…

—Deja de dudar. Tienes que aprender a aceptar lo que se te dice —dijo Andrés—. Vayamos a merendar.

Andrés sacó de la mochila la merienda de su hijo, un bocadillo, un batido y una manzana, y esperó paciente a que se la comiera. Cuando Javier terminó de merendar su padre dio por concluido el día en el zoo, por lo que volvieron a casa. Una vez allí, Andrés se encerró en el cuarto de baño. Contempló cómo de avanzado se encontraba su tatuaje, se aseguró de que no le había crecido pelo por ningún lado y cogió unas tijeras del cajón. Abrió la boca, sacó la lengua todo lo que pudo y colocó las tijeras abiertas en la mitad de aquella carne, calculando el punto exacto. Después apretó y dividió su lengua en dos pequeñas mitades. Más tarde se duchó, cenó con su familia, observó un rato la televisión y le hizo el amor a su mujer antes de quedarse dormido.



El domingo anterior a la primera comunión de Javier, Andrés asistió a misa con su mujer y su hijo. Se sentó en el banco de siempre, situado en la segunda fila de la iglesia. El tatuador había terminado su trabajo un día antes, por lo que ya se podía ver cómo su tatuaje cubría su cabeza y sus manos. Estaba completamente tatuado. Pese a que Andrés había ido con traje a la iglesia, todos los asistentes podían apreciar el conjunto de rombos lleno de manchas oscuras que se distribuía por su piel, que parecía más áspera de lo normal. Andrés presenció toda la misa como uno más, rezó cuando le tocaba, saludó a quienes le rodeaban y se dispuso a comulgar como todas las semanas. Tras esperar paciente en la cola, llegó el momento en el que el cura levantó la hostia ante él.

—El cuerpo de Cristo —dijo el cura.

—Amén —dijo Andrés.

Sacó su lengua bífida y el párroco depositó la hostia en ella. Ambos se dedicaron un gesto de cortesía y Andrés volvió a su sitio esperando que la hostia se deshiciera dentro de su boca. La misa terminó y los tres miembros de la familia volvieron a casa. Como era costumbre Andrés conducía, su mujer ocupaba el asiento del copiloto y Javier estaba sentado en la parte trasera.

—La semana que viene ya podrás comulgar con nosotros —dijo Andrés.

—Sí, será la prueba de que ya eres un hombre —dijo su mujer.

—Y ese día te daré algo que no te esperas —dijo Andrés.

—Seguro que te va a gustar —dijo su mujer—. Tu padre ha movido cielo y tierra para encontrarlo.

Javier miraba por la ventana.



Horas antes de la primera comunión de Javier los tres miembros de la familia se preparaban para acudir a la ceremonia. Javier se vestía en su cuarto y observaba cómo le quedaba el traje de marinero que sus padres le habían comprado. Su madre se encontraba maquillándose y mientras lo hacía le daba los últimos retoques al peinado que lucía. Andrés, encerrado en el baño, estaba desnudo frente al espejo. La cruz le colgaba del cuello. Llevaba horas limándose cada uno de sus dientes. Había conseguido que todas las piezas de su dentadura se parecieran y adoptaran la misma forma, minúsculos colmillos que seguía afilando con constancia. Javier llamó a la puerta.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Andrés.

—Lo he decidido —dijo Javier—. No quiero hacer la comunión.

—No digas tonterías —dijo el padre.

—No son tonterías —dijo el hijo—. No quiero hacerla. Nunca he querido.

—Pues la vas a hacer —dijo el padre.

—No quiero —dijo el hijo.

—Este día es muy importante para ti. Vas a recibir el cuerpo de Cristo por primera vez —dijo el padre.

—He dicho que no quiero —dijo el hijo.

Mientras hablaban, Andrés se colocaba sus lentillas. Eran de color verde y tenía una línea negra que atravesaba todo el ojo.

—Sí no haces la comunión, no podrás venir a misa con nosotros nunca más —dijo el padre.

—Me da igual —dijo el hijo.

—Y no irás al cielo —dijo el padre.

—No me importa —dijo el hijo.

Con las lentillas puestas, Andrés miró a los ojos a Javier.

—Y no recibirás ningún regalo —dijo el padre. Su hijo permaneció en silencio—. Todos te estarán esperando con un regalo después de haber recibido el cuerpo de Cristo. Creo que una de tus tías te va a regalar una bicicleta.

Javier agachó la cabeza y miró al suelo.

—Siempre he querido tener una bici —dijo el hijo.

Andrés subió la barbilla de su hijo con una de sus tatuadas y ásperas manos hasta que volvieron a mirarse a los ojos.
—Lo ssssssé —dijo la serpiente.