martes, 27 de noviembre de 2012

Parábola de los dientes limpios

Desde que tengo uso de razón recuerdo a mi madre obligándome a cepillar mis dientes. Para ello tenía un cepillo de plástico duro, idéntico al de cada miembro de mi familia, que solía ser reemplazado por otro cuando su pelaje daba síntomas de estar desgastado. Así viví mi infancia después de quedarme sin piezas dentales para canjear por monedas y, gracias a las imposiciones de mi madre, crecí sin apenas una caries que me obligara a visitar al temido dentista. Además, recuerdo que éramos fieles a una sola pasta dentrífica, una del mismo color blanco que queríamos tener los dientes.

Terminó la década de los noventa y nosotros seguíamos con nuestra rutina de higiene bucal. El resultado había sido más que decente, aunque no pudimos evitar alguna que otra caries o enfrentarnos a épocas en las que los cepillos no podían ser recambiados. Pero aún así estábamos contentos y todos soñábamos que algún día tendríamos los dientes tan blancos como veíamos en las sonrisas del cine y la televisión.

No fue hasta la llegada del nuevo milenio cuando las cosas comenzaron a cambiar. Tuvimos la oportunidad de comprarnos cepillos de dientes mejores, o al menos así lo marcaba su precio, y además le dimos la bienvenida a nuestro aseo a multitud de pastas diferentes, para todos los usos y de todos los colores. Nuestras bocas experimentaban nuevas sensaciones y, por primera vez, nuestro aliento le estaba muy agradecido a nuestro bolsillo.

Las cosas mejoraron unos años después. Fueron los años en los que el cepillo de dientes eléctrico llegó a casa. Toda una novedad. Ese cepillo era una revolución en el mercado y, aunque su precio era mucho más elevado, la moda, su diseño y su seductora publicidad provocaron que no nos lo pensáramos y adquiriéramos cuanto antes un cepillo eléctrico para cada miembro de la familia. Fueron años gloriosos en los que casi no teníamos que hacer esfuerzos para limpiarnos los dientes, al mismo tiempo que seguíamos comprando todo tipo de pastas posibles. Nunca habíamos tenido la boca mejor cuidada, gracias a un gran número de utensilios que jamás pensamos que podríamos tener.

Pero llegó el 2008 y a partir de ahí las cosas empeoraron. Sin saber explicar realmente por qué, los recambios de nuestros cepillos comenzaron a llegar con más retraso. Hubo ocasiones en las que tuvimos que limpiarnos con los pelos del cepillo consumidos y descoloridos por el tiempo y otras en las que ni siquiera estaba cargado para usarlo con comodidad. La mala situación nos hizo retroceder al pasado y poco tiempo después decidimos que lo mejor era volver a nuestros cepillos originales, con los que habíamos crecido. Así transcurrió 2012, cada uno con un corriente cepillo de plástico y encontrándonos en situaciones en las que teníamos que apretar con fuerza el frío tubo de la pasta para que saliera una mínima cantidad de crema con la que pudiéramos limpiarnos una vez más.

Pese a vacías promesas y falsas expectativas nos adentramos en el 2013 con la peor higiene bucal que hemos tenido nunca. Ya ni siquiera podemos adquirir nuevos cepillos de plástico para reemplazar los viejos y no tenemos posibilidad de tener una buena pasta con la que vencer a la caries. Incluso ahora hay situaciones en las que tenemos que recurrir al dedo índice para frotarnos la boca mientras nos miramos con cara de tonto en el espejo. Aún así, los esfuerzos son inútiles. Llegamos a 2013 con los dientes perforados, luciendo un repugnante color amarillento y con la seria advertencia de que alguna pieza desaparecerá en breve.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Cuestión de tiempo

Me obsesioné. A medida que el reloj giraba sobre su lógica natural dediqué todas mis fuerzas a apoderarme de su supremacía. Deseaba su poder. La vida me había mostrado los momentos en los que se dividía y yo no tardé mucho en descubrir que no los querría a todos por igual.

A veces sentía el deseo de conventir los segundos en horas. Buscaba eternizar las frías noches de invierno en las que dormía abrazado a él, las cenas especiales que reunían a la familia o los números rojos del calendario que me volvían a encontrar con mis amigos, forzosos soldados en la guerra del desgaste temporal.

En otras ocasiones, en cambio, mi ambición se centraba en acelerar el minutero. Quería evitar las situaciones de angustia, despejar la incertidumbre que desdibujaba mi futuro o, envenenado por el ansia, saltarme los huecos que se anteponían a ese momento que llevaba tanto esperando.

Hubo días en los que quise detenerlo para inmortalizar ese primer beso. En otros soñaba con viajar a través de él. Así podría volver atrás y disfrutar de un instante junto a quien dejó de existir o avanzar a esa otra época que mi mente suponía que sería inmerojable.

En todos esos intentos siempre obtuve el mismo fracaso. Me tuve que conformar con ser un soñador y continuar resignado una vida que solo obedecía a las leyes del tictac. Me aferré a la supervivencia que marcaba cada segundo. Sin capacidad para luchar. Esclavo del reloj. Consumido por el tiempo.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Hijos de puta

Nunca he sido partidario de insultar a nadie. No me gusta perder las formas y soy de los ingenuos que pensaban que las cosas se podían arreglar votando, discutiendo  o, como mucho, gritando en cualquier calle. Pero ya he votado, discutido y gritado demasiado. Con todas esas acciones he tenido siempre el mismo resultado, así que no me queda otro remedio que recurrir al insulto primitivo, a las palabras llenas de cólera, a la manifestación verbal de la rabia que lleva creciendo en mi interior desde hace más tiempo del que puedo calcular.

Quizá me vea así porque en la vida no he tenido más aspiraciones que la de estudiar una carrera universitaria e intentar conseguir un trabajo decente con el que mantener una vida digna. O quizá sea porque carezco de esa capacidad de jugar con las personas que sí han demostrado tener sus señorías desde que tengo uso de razón. Ahora las palabras digno y decente se alejan de mi vida, aunque tengo que reconocer que a estas alturas no es mi vida la que más me preocupa. Aún estando en el paro, sin futuro próspero en el horizonte y con una rutina que arrasa con todas las ilusiones que he tenido desde niño, soy consciente de que tengo que estar agradecido, sí, agradecido, de tener alrededor a una familia que es capaz de mantenerme económicamente aunque siga sufriendo recortes en sus salarios. Qué paradoja. Llegar hasta aquí, convertirme en un deshecho social y que ahora, encima, tenga que dar las gracias por lo que aún no me han quitado, como si lo que mi familia ha alcanzado durante estos años se deba mantener gracias a la caridad de cualquiera de sus señorías. O de sus lacayos.

Reconozco que habéis ganado muchas batallas. Habéis adoctrinado a muchas mentes, que a su vez han adoctrinado a otros que han conseguido que ahora yo me sienta tan hundido pero a la vez tan agradecido. Pero no me quito de la cabeza que si me siento así es, sobre todo, porque no paro de observar día tras día lo desgraciada que se ha vuelto la vida de muchos como consecuencia de vuestra labor. Habéis jugado con nosotros a vuestro mezquino juego de la democracia, repartiendo las cartas e improvisando las reglas cuando mejor os ha convenido. Nos habéis hecho creer que éramos útiles, que nuestra opinión contaba para algo, que ibáis a velar por nuestra seguridad y por nuestro bienestar. Y luego, cuando habéis conseguido el número suficiente de votos dóciles, esos que os dan la libertad para hacer lo que os venga en gana sin preocuparos nada más que por vuestra comodidad, nos habéis dado la patada, alejándonos de vuestro lado y en algunos casos escupiendo en nuestros deseos, nuestras aspiraciones, nuestras vidas.

Lo habéis hecho cada cuatro años, poniendo la sonrisa de mármol en la fotografía de campaña y cerrando acuerdos con los mezquinos adinerados a nuestras espaldas, dándoles la oportunidad de gobernar un país y por ende nuestros destinos, para que sus fortunas siguieran multiplicándose.Y ahora, cuando las nefastas consecuencias de vuestros actos son más que evidentes, continuáis con vuestra burla, con vuestra arrogancia, pidiéndonos que sigamos a la espera, que aceptemos sin reproches vuestras decisiones y, sobre todo, que no os faltemos al respeto en favor de nuestra democracia.

Sois vosotros los políticos basura que habéis pisoteado la Constitución, si es que esa carta de derechos sirvió alguna vez para algo. Sois vosotros los que sacáis a pasear por los pasillos del Congreso vuestras aportaciones a la sociedad con la cabeza alta mientras esperáis órdenes del capitán, marioneta de turno de la riqueza manchada de sangre de este país. Sois vosotros los que carecéis del valor para enfrentaros a aquellos que siguen torturando a esta sociedad. Sois vosotros los que dejáis que nos pudramos en la miseria, llevando a las consecuencias de la desesperación a quienes se ven sin nada de la noche a la mañana. Sois vosotros los que solo reaccionáis cuando sentís el miedo acariciando vuestro cuello. Sois vosotros los miserables. Sois vosotros los hijos de puta.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Serpentinas

Desde la ventana, un hombre miraba al exterior con melancolía, aunque realmente ese no era el sentimiento que debía expresar su rostro ante lo que anhelaba. Buscaba encontrar el amor, conocer a la mujer que le hiciera sentirse vivo y con la que envejecer el resto de sus días. Se fijó en un niño que jugaba en el parque más próximo al edificio donde se encontraba. Aquel niño no paraba de correr de un lugar a otro. Parecía feliz, a pesar de que su única compañía era una pelota vieja.

Una de sus patadas envió el balón hasta el extremo de acera que bordeaba el parque. Un hombre con mucha prisa se paró para acercar el esférico al niño. Tras su buenhacer, el hombre continuó su camino aún con mayor rapidez. Llegaba tarde a una entrevista de trabajo para la que se había puesto su mejor camisa, ya manchada por el sudor que desprendía su cuerpo. La mala suerte quiso que un semáforo en rojo detuviera su camino una vez más.

Un instante después, un autobús pasó por el cruce que controlaba con frialdad el semáforo en el que se detuvo el hombre con prisa. En ese autobús viajaba una adolescente que miraba por la ventana a ningún lado. Su abuelo había sido ingresado recientemente en el hospital y la joven solo podía pensar en su más pronta recuperación.

Tres paradas más tarde, del mismo autobús donde viajaba la adolescente preocupada, se bajó un inmigrante dispuesto a continuar con su jornada laboral. El calor y la gran manta que cargaba al hombro tenían buena culpa del agobio que en ese instante soportaba. No le apetecía ponerse en mitad de la calle vendiendo complementos falsificados mientras que con un ojo vigilaba la llegada de la policía y con el otro atendía a su clientela.

Cerca de la parada de autobús donde se bajó el inmigrante, mientras este caminaba pensando en los pormenores de su vida, tropezó con un joven despistado que en sus manos portaba varias carpetas de colores. Después de disculparse amablemente, el chico entró en el edificio donde su jefa llevaba esperándole más de treinta minutos. El joven había tenido que llevar a su sobrino a la escuela después de que su hermana cayera enferma y llegaba tarde a su trabajo.

Cuando llegó a la oficina, dejó las carpetas de colores en la mesa del despacho de su jefa. El chico se marchó bajo su mirada de advertencia. Acto seguido ella se volvió y continuó mirando por la ventana, preguntándose dónde se encontraba el hombre que le hiciera sentirse viva y con el que envejecer el resto de sus días.