miércoles, 18 de diciembre de 2013

El ciclo de la vida

Érase una vez un rey que gobernaba sin poder un reino apacible y domesticado. El trabajo del rey era representativo pero había veces que necesitaba bocanadas de aire fresco y desconectar de su amoldada agenda. Para ello viajaba a los lugares más recónditos del planeta en compañía de su amante, un príncipe sin título al que le gustaba disfrutar del lujo y beber de los vinos más costosos. Cuando no estaba con el rey, el príncipe se dedicaba a hacer negocio a costa del dócil reino, para lo que se reunía con gordos empresarios con los que cerraba tratos en los que el príncipe quería sacar el mayor porcentaje de interés posible. A su vez, uno de esos hombres obesos tenía encuentros con un empresario de cierta corpulencia entregado a su entera disposición. Con él llevaba a cabo determinados acuerdos, cerrados después de una intensa negociación donde ambos intentaban que su beneficio fuese cada vez más alto. Este corpulento empresario se veía con un delgaducho autónomo que le administraba el material que necesitase pero al que cada vez pagaba menos. El autónomo quería cuadrar sus cuentas, por lo que redujo el salario de su único empleado, una persona cuyas ojeras se pronunciaron durante los días siguientes, llenas de números en rojos y cuentas sin resolver.

Pese a sus preocupaciones, el empleado no se perdía las retransmisiones de los partidos de su equipo de fútbol preferido. En particular, adoraba a la nueva estrella del vestuario, un jugador de renombre cuya popularidad le había servido para tener una nómina indecorosa, que superaba con creces la cifra que cualquier persona necesita para vivir cómodamente. El club donde jugaba lo dirigía un magnate de las finanzas que también estaba al frente de un conglomerado de empresas. Su cargo hacía que, entre otros encuentros, mantuviera reuniones con un conocido banquero, con el que alcanzaba acuerdos que pasaban por el préstamo de millonarias cantidades de dinero o el perdón de determinadas deudas si estas apretaban demasiado. Para abultar aún más sus ganancias, el banquero buscaba apoyo en otros aliados, entre los que destacaba un tipo rechoncho, con mal carácter, aficionado a los puros y conocido por su capacidad de influencia y su amplia agenda de contactos. Estos llegaban hasta al mismísimo presidente del gobierno, una persona a la que también le gustaba fumar incluso en los días más nublados. Esa era la razón por la que a su despacho llegaban impolutas cajas de madera acompañadas de notas, entre las que destacaban felicitaciones, sugerencias o agradecimientos de todo tipo. Era el mismo presidente el que una vez al mes tomaba dos puros de una de esas cajas y se dirigía al palacio del rey. Allí, ambos con los pies puestos en alto y mientras daban constantes bocanadas de humo a sus respectivos habanos, comentaban lo bien que se vivía en un reino tan sumiso y maleable.

martes, 10 de diciembre de 2013

Amor a primer contrato

Igual que ayer, sigue deshojando cigarrillos de su paquete de tabaco. "Me querrá. No me querrá". Inunda sus pulmones de humo mientras cambia de actitud constantemente, pensando en un futuro brillante que se vuelve oscuro con el siguiente cigarro que enciende. Así transcurren los días, con la ausencia de ese afecto que nunca llega, pese a que son muchos los que se atreven a decir que aparecerá en cualquier momento. Según comentan, puede estar a la vuelta de la esquina, imprevisible, dispuesto a cambiarle la vida al instante y romper todos los esquemas fabricados cuando su inexistencia es lo único destacado del día. A estas alturas, a él le cuesta creerlo.

En realidad, ha pasado por varias etapas. Al principio fue un ingenuo, que decía siempre que sí y acudía a todas las citas, aunque le dieran plantón o le tocara pagar a él. Pensaba que cualquier oportunidad podía ser la definitiva y que no debía dejar marchar ninguno de los trenes que se detenían en su parada. Fueron muchos los que se aprovecharon de esa mentalidad. Ellos sabían de antemano que su relación tenía fecha de caducidad, aunque le mentían y manifestaban la falsa intención de que estarían juntos para siempre. Luego se convirtió en un pesimista. A cualquier idilio le veía defectos y ninguno era el adecuado, porque ni siquiera se acercaban al ideal de pareja que florecía en su mente. Por supuesto que todos mostraban su mejor cara en internet, el lugar donde ahora se establecían estos contactos, pero cuando los conocía en la vida real surgían grandes taras que hacían que el rechazo se apoderara de él.

Hoy se encuentra en una balanza emocional imprevisible dispuesta a estar siempre descompensada. Incluso la desesperación va cogiendo fuerza y provoca que vuelva a su primera etapa, aunque con motivaciones diferentes a las que tenía entonces. Ahora cualquier alternativa es considerada como una opción para esa necesaria relación de futuro, aunque de nuevo tenga que ser él quien aporte más o pese a que nunca llegue a estar completamente enamorado. Ese es un secreto con el que puede vivir, que pierde la batalla contra el deseo de sentirse útil y correspondido. Sabe que solo hace falta un día inusual, un giro de los acontecimientos que termine con una llamada y una primera cita que no podrá rechazar, donde se establezcan los principios de una nueva vida que ya llega con retraso. No dejará que esa relación se rompa. Está dispuesto a implicarse al máximo y a cubrir las necesidades de la otra parte, pese a que nadie se preocupe realmente de las suyas. Convertido en un vulgar enamoradizo ahora solo le hace falta la firma de alguien, sin importar su físico, personalidad o la cantidad de dinero que guarde en su cartera. No le juzguen. Solo se trata de amor a primer contrato.

martes, 5 de noviembre de 2013

Cenizas

Tropecé con el impulso que necesitaba y me dirigí a la playa. Me encontraba en el mismo pueblo que me imponía el abismo al que llevaba días asomado pero, pese a todo, su costa parecía el lugar perfecto para mi evasión. Poco me importaron las advertencias del incipiente invierno o que el sol llevara horas desaparecido. Acudí a mi cita imaginaria y acomodé mi culo al frío muro de piedra que dividía la playa del resto del pueblo. De mi abrigo cogí el tabaco y del bolsillo de mi pantalón saqué el mechero. Encendí uno de mis cigarros y me dispuse a fumar con la absurda intención de olvidar los pormenores de mi existencia mientras lo hacía.

Observé el entorno que me rodeaba y comprobé que estaba más acompañado de lo que pensaba. Pese a lo solitario del lugar, parecía que algunas personas también habían encontrando en esa oscura postal el lugar perfecto para rehuir sus problemas y responsabilidades. Allí los disgustos no existían. No había televisión ni internet, las noticias no podían bombardearnos y todos queríamos olvidar que teníamos el móvil encima y que, insaciable, reclamaba un poco más de nuestra atención. Tuve que dar el primer azote a mi cigarro después de notar que las cenizas se amontonaban en la punta. No quería quemarme.

Compartí miradas furtivas con algunos de los que se cruzaban conmigo. Quizá a cualquiera de nosotros nos habría venido bien una conversación, pero no mostramos el valor suficiente para romper la soledad en la que estábamos inmersos. Yo seguí fumando, dando bocanadas de aire contaminado y deshaciéndome de las cenizas que mi cigarro iba dejando. Quedaron esparcidas por el suelo y salieron a volar cuando una pequeña ráfaga de aire hizo acto de presencia. Las cenizas se dispersaron y se adueñaron del lugar, convirtiéndose en el mejor reflejo de lo que el tiempo había hecho con nosotros.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Mariano, Alfredo y yo

Cuando nací, Alfredo y Mariano ya estaban allí. Aparentemente, cada uno se encontraba en un extremo diferente del campo de batalla, en el desarrollo de un juego en el que yo, como tantos otros, me ubicaría en el medio dejándome llevar por la corriente. Ellos tenían claros sus movimientos, debido a que, en el momento de mi nacimiento, a finales de la década de los ochenta, ya estaban situados en las posiciones necesarias para acercarse al máximo a eso que llamaban poder. En torno a él se movieron en los años que disfruté de mi niñez, cuando yo combinaba los juegos de la calle con la asistencia a un colegio que nunca contó con el respaldo de ese poder para garantizar la mejor educación posible. Los equipos de Mariano y Alfredo estaban distraídos con otros intereses y no se detuvieron para ponerse de acuerdo y fortalecer la educación que yo y otros niños de mi edad nos disponíamos a recibir.

Ellos siguieron con sus juegos de autoridad, sus cambios de cargos y sus etapas en las que lograron mandar más que el otro, la que siempre ha parecido la gran aspiración de sus vidas. Yo seguí sumando cursos, creciendo entre deberes de colegio que hoy quiero pensar que entregaba con la misma responsabilidad con la que Mariano y Alfredo encaraban sus trabajos. Sumaba años y me acercaba a la adolescencia sentado entre pupitres, comenzando a fantasear con aquellas profesiones que me debían gustar para librarme un buen futuro el día de mañana. Mientras, Mariano y Alfredo, sentados en otro tipo de pupitre, participaban de la vida política de primera mano, llevando a cabo sus tareas pero también desarrollando sus planes de futuro y soñando con alcanzar esa gloria que otorga el poder absoluto.

Yo me conformaba con dejarme llevar por las voces que empezaban a llegar a mis oídos. Decían que si seguía estudiando podría tener un sueldo aceptable a final de mes con alguna que otra paga extra, que el sueldo llevaría a una acogedora casa y a un buen coche y, si todo seguía su cauce natural, formaría la más ideal de las familias, donde incluso tendría cabida una mascota y con la que podría irme de viaje durante las ocasiones en las que fuera recompensado con vacaciones. La idea fue apoderándose de mi poco a poco, al mismo tiempo que le crecían las canas a Mariano y Alfredo se iba quedando sin pelo. Ellos iban acumulando años en el mundo de la política, ese mismo mundo desde el que se suponía que se trabajaba para que mi brillante futuro se cumpliera al detalle.

Y me fui preparando para ese modelo de vida como el deportista que comienza a calentar para participar en un competición. Con dedicación, esfuerzo y alguna que otra cerveza de por medio, continuaba en esa fábrica que algunos llaman universidad y que me preparaba para comerme el mundo en unos años. A Mariano y Alfredo también les iba bien, a veces a uno mejor que el otro, pero en sus dilatadas carreras podían presumir de desempeñar cargos de responsabilidad, de esos que pueden cambiar la sociedad si ese es realmente tu verdadero propósito en la vida.

Las cosas se empezaron a torcer o, para ser justos, mis cosas se empezaron a torcer. Esa vida, que ya tocaba con la punta de los dedos, se fue haciendo cada vez más y más pequeña mientras yo me daba de morros contra el suelo y despertaba del sueño que nunca tuve que haber creído. Comencé rápido a pagar las consecuencias de mi ingenuidad y me colocaron como uno más en una larga cola de personas que, incrédulos como yo, pasamos de querer ese ideal modelo de futuro a conformarnos con uno que permitiera sentirnos útil en una sociedad que de repente nos daba la espalda. Sin embargo, pocos cambios se dieron en las vidas de Mariano y Alfredo que, como el que se adapta a las alteraciones climatológicas de una nueva estación, alternaron sus rangos de poder y siguieron peleando, cada uno con su fórmula, por mi supuesto bienestar, exactamente igual que lo llevaban haciendo desde el momento en que nací.

Asistí horrorizado a una maniobra que me costó asimilar. No entendía que fuera yo el único que pagara los platos rotos pese a que Mariano y Alfredo llevaban más de treinta años alternando cargos que servían para que a mí no me pasaran cosas como estas. Pero ahí siguen, dispuestos a continuar con su partida aunque haya quedado más que demostradas las desastrosas consecuencias que su juego ha derivado con el paso de los años. Mi desesperación aumenta y ellos se encuentran enroscados en torno a ese vacío "y tú, más", el más recurrente de sus ataques y la más salvada de sus defensas. Mientras, yo me marcho a otro país, con la mirada baja, las esperanzas mermadas y la compañía de una voz que me recuerda unas palabras, parecidas en forma pero con un significado diferente de las que usan Mariano y Alfredo cada día, que comparto con demasiada gente a mi alrededor: "Y tú, menos".

jueves, 24 de octubre de 2013

El agujerito

Hasta donde le alcanza la memoria siempre recuerda estar pegado a una botella que le ha acompañado en todos los momentos de su vida. La ha llevado a cuestas, algunas veces luciéndola con satisfacción y otras ocultándola resignado y evitando que nadie pudiese ver su contenido. De esa botella lo importante siempre ha sido su interior y, sobre todo, la cantidad de lo que había dentro. Ya notaba algo raro cuando, siendo un crío, todos a su alrededor se empeñaban en contribuir para llenar un poco más su botella. De mil maneras diferentes veía a los familiares más cercanos haciendo sus aportes y, quizá sin pretenderlo, fueron ellos los que le enseñaron la falsa importancia que tenía que esa botella nunca estuviese vacía. Un reto difícil si tenemos en cuenta que, por más llena que se mostrase, contaba con una tara que ha marcado el rumbo de sus días.

Se trata de un pequeño agujerito, una abertura imposible de detectar a simple vista, que ha hecho que su botella fuera perdiendo todo lo que tenía dentro, lentamente, aliándose con el tiempo de la forma más cruel posible. Ellos han sido los culpables de que un día cualquiera durante la mitad de su vida descubriera que a su botella le faltaba más líquido del que imaginaba. El trabajo del agujerito nunca se ha detenido, pese a que él sí lo ha hecho con un buen número de distracciones con las que ha terminado mirando para otro lado. Ahora, con una vida a medias entre lo que siempre soñó y lo que se ha visto obligado a ser, el agujerito se presenta como uno de sus mayores enemigos, uno casi invencible que le deja indefenso ante lo que le rodea. Siempre va a estar ahí, quitándole lo que tiene y creando en su interior la necesidad de recurrir a más y más elementos que depositar en su botella.

Ha luchado contra él mientras su impasibilidad ha llegado a obsesionarle. Algunas veces ha apretado su dedo contra la diminuta abertura, intentando con todas sus fuerzas que el líquido dejara de derramarse. Siempre ha sido inútil. El agujerito cumple a la perfección su función de vaciar su mundo sin remordimiento y el líquido ha seguido huyendo, incluso corriendo entre sus propios dedos temblorosos. Le han atormentado las ocasiones en las que a su botella le ha quedado muy poco para estar completamente vacía. Esos momentos han reducido sus horas de sueño y le han hecho detenerse en el sinsentido de vida al que se enfrenta. Porque sabe que, por más que llene la botella, nunca podrá tapar ese orificio que, con indiferencia y crueldad, deja escapar gota a gota el licor de todo aquello que le apasiona.

martes, 8 de octubre de 2013

Calor y frío

En un bajo inmueble de una sombría y estrecha calle de Sevilla vive Dolores desde hace once años. Los peores años de su existencia. Desde que su marido se desplomara comprando el pan, todo está oscuro a su alrededor. Ella es la fiel compañera de un cuerpo postrado a una cama y de una mente que sufre una continua e irreversible pérdida de lucidez. Dolores recuerda el calor del sol que entraba por la terraza de su antiguo piso. Ahora solo le acompañan las sombras del bajo, donde no existen escaleras que sean un obstáculo en los momentos de urgencia.

Ellos residen entre esas paredes desde entonces, aunque Dolores no lo considera un hogar. Allí apenas entra luz natural y no ha podido vencer la guerra contra las humedades. Esas son las causantes del olor que la acompaña diariamente, junto con el sonido de los quejidos y el sabor salado que llega a su boca cuando los días se alargan demasiado.

No puede evitar odiarse a sí misma, sobre todo cuando no es capaz de controlar los pensamientos que invaden su mente. Algunas veces se ve apretando sus dedos contra la almohada que recoloca una y otra vez para que su marido esté más cómodo. En esa lucha interna ella siempre acaba perdiendo. Hay ocasiones en las que ni siquiera se levanta del sofá tras escuchar los lamentos y se pregunta si el tiempo, si esos interminables once años, han conseguido despojarle de su humanidad.

Cuando ese vacío le invade, Dolores se dirige a la ducha. Abre el grifo para que comience a correr el agua mientras se quita la ropa sin querer mirar su desnudez en el espejo. Se sitúa bajo los chorros que le trasladan a una realidad diferente. Agarra el grifo con fuerza y cierra los ojos. Lanza un leve suspiro. Sin titubear, mueve el mango del grifo hacia la izquierda y deja que esos chorros comiencen a quemarle la piel. Aprieta los dientes mientras sus lágrimas se pierden por el desagüe. Y siente. Siente que el agua le abrasa, que quema su débil cabello y que recorre su espalda haciendo que un calor doloroso se apodere de ella. Cuando no puede aguantar más, Dolores gira el grifo hacia la derecha. El leve alivio que percibe da paso a una frialdad que inmoviliza cada parte de su cuerpo, abre sus ojos y provoca que lance un grito que se ahoga en el mismo cuarto de baño. Termina su ducha tiritando, con el cuerpo dolorido pero aliviada. Sabe que, al menos un día más, todavía es capaz de sentir. Aún tiene razones para pensar que sigue viva.

jueves, 20 de junio de 2013

Una mente en blanco

La mente de la escritora se quedó vacía de ideas por primera vez en su vida. A lo largo de su trayectoria había oído hablar de los rumores que apuntaban hacia un repentino miedo al papel en blanco. Ella nunca lo experimentó, pero sí se había tropezado con personas que lo habían sufrido en alguna ocasión. Le ocurrió a varios compañeros en su etapa de estudiante que, atemorizados ante la blancura de un simple folio, habían salido huyendo de un examen cuando no sabían cómo comenzar a defenderlo. También conoció a un introvertido escritor que le había hablado sobre tal fobia, algo que en su caso provocó el repentino final de una carrera que había comenzado con buen pie. Fue el caso con el que rápidamente se identificó. A medida que la chispa de su miedo se expandía, se vio a sí misma como una escritora frustrada incapaz de hacer frente a las buenas críticas que su primera novela había recibido.

Una escritora de un solo libro. Así comenzó a verse mientras el miedo crecía en su interior, como un fuego sin llamas que consumía cualquier esperanza de escribir una oración decente. No podía soportar la idea de que ningún tema le inspirara lo suficiente como para arrancar su escritura, que había sido prudencialmente abandonada para ser retomada con frescura tras varias semanas. Ahora asistía a su propia agonía, en la que el parpadeo del cursor del documento en blanco del ordenador marcaba los latidos de su corazón. Nunca se había enfrentado a un miedo tan cruel, que había paralizado la maquinaría que ponía en marcha su ingenio y la había abandonado en su soledad, en la que no era más que una figura sin nombre en un mundo ya abarrotado de figuras de todo tipo.

Fumó. Suspiró. Se recolocó el pelo con las manos en incontables ocasiones. Volvió a suspirar. Los minutos frente al ordenador se volvieron horas y la escritora, empeñada en superar cuanto antes ese bache, se retorcía en su asiento sin conseguir esas primeras palabras que le dieran algo de aliento. Nada era mejor que lo anterior y todo parecía que ya había sido narrado, de mil formas mejores que cualquiera de las que habrían sido sus propuestas. Se preguntó si ya estaba acabada. Quizá había llegado el día en el que tenía que abandonar la escritura, pese a su juventud y a los grandes logros que los gurús del mundillo habían vaticinado que conseguiría. Una escritora de un solo libro. Una escritora muerta antes de tiempo. Fue en ese momento, un instante antes de abandonar definitivamente, cuando las palabras se ordenaron en su cabeza, dándole sentido a su particular calvario. Con una pícara sonrisa dibujada en sus labios se acomodó en su asiento y comenzó a escribir:


"La mente de la escritora se quedó vacía de ideas por primera vez en su vida".

martes, 4 de junio de 2013

El atún que quería ser jirafa

Ricardo se desplazaba de un extremo a otro de la red que constituía su almadraba. Su rutina había cambiado y ahora consistía en nadar en una zona mucho más pequeña de la que estaba acostumbrado. No se percató que, en su intento por llegar un año más a las cálidas aguas del Mediterráneo, acabaría atrapado en una almadraba gaditana. Ricardo había oído hablar del peligro que ello suponía, pero nunca se imaginó que su final fuera el mismo que el de tantos otros atunes, que esperaban orgullosos el momento para el que llevaban toda su vida preparándose. No le ocurría lo mismo a Ricardo, que disfrutaba de su libertad y de las posibilidades de nadar hacia donde le llevaran sus aletas. Todo se torció cuando Ricardo, al igual que sus acompañantes en aquella migración, había acabado en la almadraba de Barbate, en la que la vida se había vuelto cruelmente monótona. Nadaba dando círculos, de izquierda a derecha, primero hacia arriba y luego hacia lo más profundo que podía y veía que los días se sucedían sin que en ninguno de ellos ocurriera nada especial.

En alguna ocasión algunos peces en libertad se acercaban a la almadraba, curiosos que daban conversación a Ricardo y provocaban que este saliese de la rutina. Incluso mantenía buena relación con las gaviotas que volaban a ras del mar buscando presas, que se entretenían narrando sus viajes antes de que algún barco o el resto de atunes se acercaran y salieran huyendo. Una de esas gaviotas fue quien le contó a Ricardo la existencia de otros seres en tierras mucho más lejanas de donde se encontraba. Le hablaba de sitios sin mar, con grandes montañas y desiertos y de seres que residían allí disfrutando de aventuras muy diferentes de las que se vivían en el océano. 

Un elefante le dijo a un hipopótamo que le contó a una tortuga que me encontré en la costa de África que había visto una jirafa de siete metros –presumía la gaviota. 

La descripción de ese extraño animal asombró a Ricardo, que no se podía imaginar cómo podía existir un ser de piel manchada, con cuatro patas y cuello tan extraordinariamente largo. “La de cosas que podrá ver esa tal jirafa” pensaba mientras disfrutaba del relato de la gaviota. De todos los animales terrestres de los que había oído hablar fue este el que más le sorprendió. Le maravillaba la idea de poder caminar con elegancia mientras observaba las alturas, algo que nunca había podido hacer nadando bajo el mar. Nunca llegó a entender bien por qué pero en los días siguientes, mientras se alargaba la espera en la fría almadraba, solo podía pensar en cómo sería su vida si fuera cómo la de una jirafa. 

Los compañeros de Ricardo comenzaron a ver al atún más distante de lo normal. Veían con incredulidad que prefería estar solo, en uno de los extremos de la red observando cómo penetraban en el mar los rayos más potentes del sol. Desde que entraron en la almadraba todos habían perdido relación con Ricardo, que no se mostraba tan entusiasmado con el futuro que les esperaba. Ellos serían recogidos en unos días por los pescadores y pasarían a formar parte de deliciosos manjares de los que todo el mundo hablaba. Sabían que eran de los pescados más preciados del mar y no veían el momento de poder demostrar su calidad. Ricardo, en cambio, no parecía tan entusiasmado de que su carne fuera cocinada de mil maneras diferentes, algo que disgustaba al resto de atunes porque veían que no estaban siendo lo suficientemente valorados por su compañero. 

Varios días más tarde, uno de ellos se atrevió a preguntarle a Ricardo qué le ocurría, justo cuando el reflejo del sol había inaugurado un nuevo día. Ricardo no se intimidó y contó lo que no podía borrar de su cabeza desde que habló con la gaviota. 

Quiero ser una jirafa –su mirada no se apartaba de lo que había más allá de las redes. 

Su compañero se echó a reír. No podía entender tal tontería. Tanto él como el resto de atunes que se acercaban tímidamente no daban crédito de lo que escuchaban. Algunos ni siquiera sabían lo que era una jirafa, pero estaban espantados con la idea de que Ricardo quisiera ser otra cosa diferente a como había nacido. “Deberías estar orgulloso de lo que eres”, “eres una deshonra para esta almadraba” le comenzaron a decir sus compañeros. Ricardo no se sorprendió de la reacción de sus colegas, sobre todo porque a lo largo de su vida solo había oído hablar de lo afortunado que era por ser un atún. 

- No lo entendéis. –comenzó a explicar Ricardo- Hay muchos otros seres fuera de los mares. Y me gustaría ser como una jirafa. Tener sus patas y su largo cuello. 

- ¿Y cómo sabes eso? –le contestó enfadado uno de los atunes. 

- Me lo dijo una gaviota a la que se lo había dicho un elefante –contestó Ricardo. 

- ¿Y qué es un elefante? –preguntó otro curioso. 

Uno de sus compañeros contó lo que había oído sobre los elefantes hace algunos años, haciendo hincapié en lo hermosos que eran sus colmillos y lo excepcional de su trompa, una respuesta que dejó entusiasmados a varios miembros del grupo. 

- Eso no es nada. ¿No conocéis a la serpiente? Podría comerse a uno de nosotros de un bocado –con la intervención de un nuevo atún la conversación se animó. 

- No digas tonterías –otro compañero quiso dar su opinión- Eso es imposible. Yo prefiero ser un guepardo y correr muy rápido por el campo.

Ricardo comprobó que todos los atunes que compartían esa almadraba habían oído hablar de algún que otro animal y que también habían fantaseado con la idea de meterse en su piel. Todos quisieron expresarse, dejando claro sus deseos y cuál era el animal por el que suspiraban. La conversación se agudizó, provocando una revuelta que agitó la zona del mar donde se encontraban. El jaleo fue inmediatamente interrumpido por un ruido inconfundible. De repente, los atunes observaron que su almadraba se iba haciendo más y más pequeña, debido a que la red que les cercaba estaba siendo recogida. Era la manera en la que ellos, atrapados, saldrían a la superficie, donde tendrían que cumplir con su inevitable compromiso. Ricardo no sabía que esto ocurriría tan rápido. Algo parecido pensaron sus compañeros, cuyo nerviosismo no hacía más que ir creciendo. Justo era ese el momento en el que muchos se habían dado cuenta de lo maravilloso que podría ser vivir como otro animal. La red iba acercándose lentamente al exterior, dejando a los atunes amontonados mientras no paraban de moverse. 

- ¡No! ¡no!, ¡dejadnos! –gritaba uno- ¡Yo quiero ser un elefante! 

- ¡Y yo un hipopótamo! –exclamaba el que estaba a su lado.

Todos los atunes saltaban enfadados de un lado a otro de la red, aprovechando los últimos minutos de vida para manifestar sus repentinos deseos. Ricardo supo que nunca sería una jirafa y, pese a estar semanas deseándolo, no se agitó demasiado. Aceptó de la mejor manera posible el último paso de su vida, completamente resignado al que siempre había sido su destino.

viernes, 3 de mayo de 2013

El apóstol

Justo cuando el reloj cruzaba el umbral que marcaba las tres de la tarde un sonido de llaves se oía tras la puerta. El causante era Andrés, un padre de familia que llegaba a casa después de otro día de trabajo tras la ventanilla de la sucursal de un banco. Vestido con su recurrente traje de chaqueta azul marino, saludaba con un gesto serio a los allí presentes. Javier, su hijo de nueve años, aguardaba en el comedor sentado en la mesa preparada para el inminente almuerzo y distraído viendo la televisión, colocada en el altar de la habitación. En la cocina estaba su mujer, centrada en los últimos detalles de la comida que llevaba horas preparando. Andrés besó su mejilla y se dirigió a su cuarto. Allí se deshizo de la chaqueta, la correa, la corbata y desabrochó los primeros botones de su camisa. Se quitó la pequeña cruz que llevaba en una cadena alrededor de su cuello, la besó y la dejó colgada en el cabecero de su cama. Luego entró en el comedor, apagó la televisión y se sentó al lado de su hijo.

—Un plato delicioso —dijo Andrés—. ¿Qué es este sabor? ¿Vino blanco?

—Sí. Leí la receta en una revista y me atreví a hacerla —explicó su mujer.

—¿Qué tal el día? —preguntó él.

—Como todos —dijo ella—. ¿Y el tuyo?

—Como siempre —dijo él.

—Hoy me he encontrado a Marisa. Quería saber cuándo iríamos a cenar a su casa —dijo ella.

—El viernes podría ser un buen día. Hace tiempo que no veo a Mario —dijo Andrés —. Este plato está realmente delicioso.

—Pues parece que no le gusta a todo el mundo. Javier, ¿quieres hacer el favor de dejar de jugar con la comida? Se te va a enfriar.

—¿Qué le pasa? —Andrés llenó su vaso de agua.

—No lo sé, lleva con esa expresión desde que llegó del colegio. Algo le ha tenido que pasar —explicó su mujer.

—No me ha pasado nada —dijo Javier.

—¿Y por qué no comes? —preguntó Andrés.

—No tengo hambre —contestó Javier.

—Pues algo tienes que comer —dijo Andrés.

—¿Por qué tengo que hacer la primera comunión? —preguntó su hijo.

—¿Por qué no quieres hacerla? —preguntó Andrés.

—No lo sé. Hay gente de mi clase que no la va a hacer. Ni tampoco va a catequesis. ¿Por qué yo sí?

—Ir a catequesis no es malo, ya lo hemos hablado. Es normal que estés nervioso. Falta muy poco para tu gran día —contestó su madre.

—¿Pero por qué tengo que hacerla? —insistió el hijo.

—Porque lo hemos querido nosotros. Queríamos que conocieras mejor nuestra religión y que te preparases para tu primera comunión. Es un paso importante en tu vida y ya tienes la edad para darlo —explicó Andrés.

—¿Y si no quiero? —preguntó Javier.

—No digas más tonterías y cómete la comida que ha preparado tu madre.

—No tengo hambre.

—Como quieras.

Andrés se levantó y retiró el plato de su hijo. En la cocina cogió varias piezas de manzanas que esperaban pacientes en el frutero y las peló a trozos, colocándolas en un plato que puso delante de Javier.

—Aunque no tengas hambre no te levantarás de aquí hasta que no te comas esto —dijo Andrés.

Javier dio un resoplido. Se comió sin protestar la fruta mientras sus padres seguían almorzando.



Andrés se cepilló los dientes después de comer, se lavó la boca con un enjuague bucal y se miró al espejo. Observó sus encías, sus ojeras y su incipiente calvicie. Luego desabrochó el resto de los botones que le quedaban de su camisa y dejó al descubierto el tatuaje que se encontraba en su abdomen. El espejo mostraba un conjunto de pequeños rombos que le cubrían toda la barriga. El aspecto de aquella superficie había cambiado el color de su barriga, que tenía un tono más oscuro que el resto de su piel. Unas pequeñas manchas negras destacaban del mosaico, todas ellas separadas simétricamente unas de otras. Andrés cerró su camisa y fue hasta el salón. Encendió la televisión, se tumbó en el sofá y se acomodó para su siesta. Le despertó su mujer a la media hora.

—Voy a llevar a Javier a la catequesis. Nos vemos para la cena —besó la mejilla de Andrés.

Su hijo esperaba en la puerta. Su mujer lo había vestido con un jersey de hilo y unos pantalones cortos y lo había peinado dejándole la raya a un lado. Su mirada se cruzó con la de su padre, tumbado en el sofá. Andrés le dedicó un guiño. Javier sonrió y se marchó con su madre camino de la iglesia, lugar donde recibía normalmente las clases que le preparan para su primera comunión.

Andrés no volvió a quedarse dormido. Se levantó y se preparó para salir. Entró en su dormitorio para coger la cadena del cabecero de la cama, besó la cruz y se la volvió a poner alrededor de su cuello. Luego se vistió y se marchó hacia la tienda de tatuajes.

—Llegas media hora antes —le indicó el tatuador.

—Cuanto antes empecemos antes terminaremos —dijo él.
Andrés pasó a la parte de atrás de la tienda. Se desnudó y se colocó en la camilla. El tatuador preparó sus herramientas y siguió tatuando el abdomen de Andrés, siguiendo el dibujo que colgaba de la pared de la habitación y que él le había llevado unos días atrás cuando solicitó sus servicios.



—Qué buenas están las sardinas. Hacía semanas que no las comía —dijo Andrés.

Los tres miembros de la familia volvían a estar almorzando alrededor de la mesa del comedor.

—Me acordé de lo mucho que te gustaba el pescado —dijo su mujer.

—¿Qué tal tu día? —preguntó él.

—Normal… —contestó ella—¿Y el tuyo?

—Como todos. Hoy ha llegado una mujer que ha sacado de su cuenta todos sus ahorros para irse de vacaciones —contó Andrés.

—Qué egoísta —dijo ella—. Pásame el pan.

—¿Y tú Javier? ¿Cómo te va en la escuela?.

—Bien.

—¿Y tu catequesis?

—Igual. Se parece mucho al colegio. Aunque allí no mandan deberes —explicó Javier.

—Su profesora me ha contado que está muy contento con él —dijo su madre —. Se sabe todas las respuestas de las preguntas que hace.

—Y quería dejar de ir… Estarás contento, ¿no? —preguntó Andrés.

—Sí… —contestó Javier antes de beber de su vaso.

—No lo parece —dijo su padre.

—Es que hay cosas que no entiendo. Las sé porque siempre las cuenta el cura en misa o porque me lo habéis explicado vosotros. Pero no las entiendo —explicó Javier.

—Hay veces en las que no es necesario que entiendas todo —dijo su madre.

—¿Cuáles son las cosas que no entiendes? —preguntó su padre.
Javier se rascó la cabeza.

—Pues no entiendo por qué Dios dejó que Jesús muriera —sus padres no contestaron—. Si era su hijo y lo quería, no entiendo por qué dejó que muriera. Yo soy vuestro hijo, ¿dejaríais que me hicieran lo mismo que a él?

—Tienes que comprender que todos somos hijos de Dios —dijo Andrés—. Y él tiene un plan preparado para cada uno de nosotros. El de Jesús era morir en la cruz y por ese sacrificio Dios le recompensó. Por eso Jesús resucitó, para poder subir al cielo junto a Dios.

—¿Y qué plan tiene para mí? —preguntó Javier.

—Eso lo descubrirás con el tiempo —contestó Andrés.

—¿Y también me subirá al cielo? —preguntó Javier.

—Si te portas bien, sí —contestó su madre.

Los tres terminaron de comer y, como postre, Andrés trasladó el frutero hasta el salón, para que cada miembro de la familia cogiera el postre que quisiera. Después, Andrés se dirigió hacia el cuarto de baño. Allí se refrescó la cara y se lavó los dientes. Acto seguido se miró al espejo, clavando su mirada en sus propios ojos. Un instante después cogió del cajón del mueble una maquinilla de afeitar. Con ella se cortó la poca barba que le había crecido. También se rasuró la cabeza y se afeitó las cejas. Del mismo cajón cogió las pinzas de depilar de su mujer y se arrancó una a una todas sus pestañas. Cuando terminó se vistió, recogió su cadena del cabecero de su cama, besó la cruz, se la puso alrededor del cuello y se dispuso a ir una vez más hacia la tienda de tatuajes. Antes de abandonar la casa se encontró con su mujer. Ella lo miró fijamente, se acercó a él y besó su mejilla. Andrés sonrió y salió.



Dos semanas después, Andrés cumplió su promesa de llevar a su hijo al zoo. Para entonces ya tenía tatuado la mayor parte de su cuerpo. El mosaico de rombos le había cubierto las piernas, el tronco y parte de sus brazos. Se había depilado todo el cuerpo y se afeitaba la cabeza cada vez que le crecía algo de pelo. No tenía vello en ninguna parte de su cuerpo. Javier caminaba al lado de su padre cogido de su mano, contemplando los animales que allí se exponían. Rugió ante los leones, intentó tocar la trompa del elefante, dio de comer a los delfines y quiso espantar a las cacatúas. Su recorrido les llevó a detenerse ante la jaula de los gorilas.

—Qué feos son —dijo Javier.

—Se parecen mucho a nosotros —dijo Andrés.

—Eso es verdad —dijo Javier—. Mi profesora dice que el hombre viene del mono y que compartimos muchos genes. Pero no entiendo qué son los genes.

—Los genes son las herramientas que nos conectan con nuestros parientes. Tú tienes mis genes y tus hijos tendrán los tuyos —explicó Andrés.

—Entonces ¿es verdad que el hombre viene del mono? —preguntó Javier.

—¿Tú qué crees? —preguntó Andrés.

—No lo sé. En catequesis dicen que Dios creó a Adán y a Eva y que todos los demás venimos de ellos —dijo Javier—. Pero no puede ser, a menos que Adán y Eva fueran monos.

—No digas tonterías —dijo Andrés—. Nunca dudes de que fue Dios quien nos creó y que gracias a él podemos disfrutar de todas las cosas buenas de la vida.

—Pero entonces…

—Lo otro forma parte de las explicaciones que dan quienes están en contra de Dios. Él fue quien creó al hombre a su imagen y semejanza, aunque nos parezcamos a los monos —explicó Andrés.

—Pero…

—Deja de dudar. Tienes que aprender a aceptar lo que se te dice —dijo Andrés—. Vayamos a merendar.

Andrés sacó de la mochila la merienda de su hijo, un bocadillo, un batido y una manzana, y esperó paciente a que se la comiera. Cuando Javier terminó de merendar su padre dio por concluido el día en el zoo, por lo que volvieron a casa. Una vez allí, Andrés se encerró en el cuarto de baño. Contempló cómo de avanzado se encontraba su tatuaje, se aseguró de que no le había crecido pelo por ningún lado y cogió unas tijeras del cajón. Abrió la boca, sacó la lengua todo lo que pudo y colocó las tijeras abiertas en la mitad de aquella carne, calculando el punto exacto. Después apretó y dividió su lengua en dos pequeñas mitades. Más tarde se duchó, cenó con su familia, observó un rato la televisión y le hizo el amor a su mujer antes de quedarse dormido.



El domingo anterior a la primera comunión de Javier, Andrés asistió a misa con su mujer y su hijo. Se sentó en el banco de siempre, situado en la segunda fila de la iglesia. El tatuador había terminado su trabajo un día antes, por lo que ya se podía ver cómo su tatuaje cubría su cabeza y sus manos. Estaba completamente tatuado. Pese a que Andrés había ido con traje a la iglesia, todos los asistentes podían apreciar el conjunto de rombos lleno de manchas oscuras que se distribuía por su piel, que parecía más áspera de lo normal. Andrés presenció toda la misa como uno más, rezó cuando le tocaba, saludó a quienes le rodeaban y se dispuso a comulgar como todas las semanas. Tras esperar paciente en la cola, llegó el momento en el que el cura levantó la hostia ante él.

—El cuerpo de Cristo —dijo el cura.

—Amén —dijo Andrés.

Sacó su lengua bífida y el párroco depositó la hostia en ella. Ambos se dedicaron un gesto de cortesía y Andrés volvió a su sitio esperando que la hostia se deshiciera dentro de su boca. La misa terminó y los tres miembros de la familia volvieron a casa. Como era costumbre Andrés conducía, su mujer ocupaba el asiento del copiloto y Javier estaba sentado en la parte trasera.

—La semana que viene ya podrás comulgar con nosotros —dijo Andrés.

—Sí, será la prueba de que ya eres un hombre —dijo su mujer.

—Y ese día te daré algo que no te esperas —dijo Andrés.

—Seguro que te va a gustar —dijo su mujer—. Tu padre ha movido cielo y tierra para encontrarlo.

Javier miraba por la ventana.



Horas antes de la primera comunión de Javier los tres miembros de la familia se preparaban para acudir a la ceremonia. Javier se vestía en su cuarto y observaba cómo le quedaba el traje de marinero que sus padres le habían comprado. Su madre se encontraba maquillándose y mientras lo hacía le daba los últimos retoques al peinado que lucía. Andrés, encerrado en el baño, estaba desnudo frente al espejo. La cruz le colgaba del cuello. Llevaba horas limándose cada uno de sus dientes. Había conseguido que todas las piezas de su dentadura se parecieran y adoptaran la misma forma, minúsculos colmillos que seguía afilando con constancia. Javier llamó a la puerta.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Andrés.

—Lo he decidido —dijo Javier—. No quiero hacer la comunión.

—No digas tonterías —dijo el padre.

—No son tonterías —dijo el hijo—. No quiero hacerla. Nunca he querido.

—Pues la vas a hacer —dijo el padre.

—No quiero —dijo el hijo.

—Este día es muy importante para ti. Vas a recibir el cuerpo de Cristo por primera vez —dijo el padre.

—He dicho que no quiero —dijo el hijo.

Mientras hablaban, Andrés se colocaba sus lentillas. Eran de color verde y tenía una línea negra que atravesaba todo el ojo.

—Sí no haces la comunión, no podrás venir a misa con nosotros nunca más —dijo el padre.

—Me da igual —dijo el hijo.

—Y no irás al cielo —dijo el padre.

—No me importa —dijo el hijo.

Con las lentillas puestas, Andrés miró a los ojos a Javier.

—Y no recibirás ningún regalo —dijo el padre. Su hijo permaneció en silencio—. Todos te estarán esperando con un regalo después de haber recibido el cuerpo de Cristo. Creo que una de tus tías te va a regalar una bicicleta.

Javier agachó la cabeza y miró al suelo.

—Siempre he querido tener una bici —dijo el hijo.

Andrés subió la barbilla de su hijo con una de sus tatuadas y ásperas manos hasta que volvieron a mirarse a los ojos.
—Lo ssssssé —dijo la serpiente.

martes, 12 de febrero de 2013

Olor a podrido



Desde que tengo uso de razón una de las imágenes que atacan mi subconsciente es aquella en la que, ya sin vida, empiezo a descomponerme. Los gusanos aparecen de la nada para devorar con lentitud mi cuerpo inerte, que se va pudriendo a fuego lento hasta convertirme en una seca y horripilante figura que presume de muerte. Mi cerebro, hábil para evitar asuntos que no quiere asumir, intenta olvidar esa fantasmal estampa cuando el terror invade mi cuerpo y me ofrece en bandeja el alivio. Me detengo en la nula capacidad que entonces tendré para percibir ese proceso cuando irremediablemente ocurra.

Qué bien sienta alejarse de los pensamientos oscuros, vivir al día sin preocupaciones luciendo la coraza de la ignorancia que nos evita el sufrimiento. Pero a medida que crezco empiezo a ser consciente de que hay un elemento capaz de atravesar mi armadura. Se trata del olor. Aquel nauseabundo aroma que se expande sin control envolviendo lo que me rodea. Y es gracias al olor, que no se maquilla ni se esconde, por el que aprecio lo podrido que aparece todo a mi alrededor, un ambiente que se va descomponiendo lentamente mientras crece en mi interior la idea de que no se puede combatir.

Desconectar de lo que ocurre cada vez es más difícil. El hedor se hace más fuerte y los gusanos se multiplican con la intención de darse un festín de carne. Mi cerebro se queda sin recursos y solo reacciona de forma primaria, obligándome a tapar mi nariz, y a veces también los ojos y los oídos, porque esta putrefacción también presume de imágenes y sonidos que agudizan aún más la peste. “Aquí huele a podrido”, me limito a decir, cuando quizá la evidencia habla por sí sola. Descubro entonces que hay algo peor que la obsesión que me atormentaba. Vivo en una pesadilla de la que no es posible despertarse, donde es la realidad la que se descompone ante mis ojos. Respiro aire nocivo, lucho diariamente contra las nauseas y presencio aterrado como mi existencia se convierte en un trozo de carne que lleva semanas, años, en mal estado.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Desamparada



El planeta seguía girando. El tiempo no se detenía y las vidas de los allí presentes también se habían movido. Algunas eran mejores, otras peores. Pero todos escondían en la mirada su esencia, esa que intentaban ocultar bajo la máscara que la sociedad les había obligado a lucir para sobrevivir. Sentados en torno a una desgastada mesa de madera de un bar cualquiera, esperando siete combinaciones de cafés diferentes y sin que ninguno demostrara el valor para lanzar el asunto que les había reunido. Los temas triviales salían a flote una y otra vez, plantillas de conversación ya aprendidas que surgían mecánicamente como había ocurrido otras tantas veces. Así que, de momento, nadie se atrevía a hablar de ella.

Ella era una mujer que sí se había detenido. Mientras todo a su alrededor había continuado hacia delante, a veces a trompicones y otras veces con una traicionera serenidad, su vida se había estancado. Más de lo que cualquier ser humano podía soportar. Y ese gran bache había ocasionado que se distanciara de sus amigos, separados en la distancia y encontrados en la frialdad del tacto de la pantalla de un teléfono móvil. Sus amigos, hoy reunidos después de un buen puñado de meses, habían escuchado rumores que apuntaban hacia lo que algunos denominaban una fuerte depresión. Esos chismes decían que se había vuelto más dura, hiriente en cada conversación, como si quisiera expulsar con cada palabra todo el daño que llevaba acumulado. Algunos contaban que tratar con ella se había vuelto imposible, un acto insoportable, que el tiempo había consumido su alegría y que como resultado se había convertido en una chica fría, arisca y desagradable.

No eran tiempos fáciles para ninguno de ellos. Por eso, a medida que pasaban los días, quienes hasta entonces habían sido sus amigos habían mostrado dificultades para encontrar un hueco y quedar con ella. Al principio fue involuntariamente, pero más tarde todos se dieron cuenta que una simple cerveza a su lado se convertía en el peor trago posible, sobre todo porque no dejaba pasar la oportunidad para sacar los trapos sucios de quien se encontrara a su lado. Nadie quería una amistad con alguien tan hiriente. Nadie quería una amistad con alguien tan sincero. Ella tuvo que lidiar con esa soledad a la que fue abocada, que no le ayudaba a recuperar su antiguo estado de ánimo, y que convertían su rutina en una pescadilla mordiendo la cola de la amargura y la desesperación.

Los cafés llegaron a la reunión y los siete amigos comenzaron a removerlos con sus cucharillas, esperando el momento perfecto para dar el primer sorbo. Fue uno de ellos quien se pronunció tímidamente, nombrándola con el temor de quien invoca a un muerto reciente. En realidad, todos sabían que la solución era simple. Alguien debía ofrecerse voluntario para tratar con ella, intentar entrar en su mente y traerla de vuelta tal y como la recordaban. Era la única propuesta posible que proponían los que aún se preocupaban por su bienestar, pero nadie mostró el más mínimo interés para adoptar el papel de salvador. Era una época en la que la angustia se evitaba a toda costa, sobre todo cuando esta iba acompañada de una sinceridad tan sangrante. Enfrentarse a ella era plantarle cara a cada una de sus vidas y nadie reunía el valor para tal proeza. El planeta seguía girando, dando vueltas sobre su propia decadencia, y ninguno de ellos estaba preparado para ese evento. No había lugar para la sinceridad, solo para la supervivencia.