jueves, 24 de octubre de 2013

El agujerito

Hasta donde le alcanza la memoria siempre recuerda estar pegado a una botella que le ha acompañado en todos los momentos de su vida. La ha llevado a cuestas, algunas veces luciéndola con satisfacción y otras ocultándola resignado y evitando que nadie pudiese ver su contenido. De esa botella lo importante siempre ha sido su interior y, sobre todo, la cantidad de lo que había dentro. Ya notaba algo raro cuando, siendo un crío, todos a su alrededor se empeñaban en contribuir para llenar un poco más su botella. De mil maneras diferentes veía a los familiares más cercanos haciendo sus aportes y, quizá sin pretenderlo, fueron ellos los que le enseñaron la falsa importancia que tenía que esa botella nunca estuviese vacía. Un reto difícil si tenemos en cuenta que, por más llena que se mostrase, contaba con una tara que ha marcado el rumbo de sus días.

Se trata de un pequeño agujerito, una abertura imposible de detectar a simple vista, que ha hecho que su botella fuera perdiendo todo lo que tenía dentro, lentamente, aliándose con el tiempo de la forma más cruel posible. Ellos han sido los culpables de que un día cualquiera durante la mitad de su vida descubriera que a su botella le faltaba más líquido del que imaginaba. El trabajo del agujerito nunca se ha detenido, pese a que él sí lo ha hecho con un buen número de distracciones con las que ha terminado mirando para otro lado. Ahora, con una vida a medias entre lo que siempre soñó y lo que se ha visto obligado a ser, el agujerito se presenta como uno de sus mayores enemigos, uno casi invencible que le deja indefenso ante lo que le rodea. Siempre va a estar ahí, quitándole lo que tiene y creando en su interior la necesidad de recurrir a más y más elementos que depositar en su botella.

Ha luchado contra él mientras su impasibilidad ha llegado a obsesionarle. Algunas veces ha apretado su dedo contra la diminuta abertura, intentando con todas sus fuerzas que el líquido dejara de derramarse. Siempre ha sido inútil. El agujerito cumple a la perfección su función de vaciar su mundo sin remordimiento y el líquido ha seguido huyendo, incluso corriendo entre sus propios dedos temblorosos. Le han atormentado las ocasiones en las que a su botella le ha quedado muy poco para estar completamente vacía. Esos momentos han reducido sus horas de sueño y le han hecho detenerse en el sinsentido de vida al que se enfrenta. Porque sabe que, por más que llene la botella, nunca podrá tapar ese orificio que, con indiferencia y crueldad, deja escapar gota a gota el licor de todo aquello que le apasiona.

martes, 8 de octubre de 2013

Calor y frío

En un bajo inmueble de una sombría y estrecha calle de Sevilla vive Dolores desde hace once años. Los peores años de su existencia. Desde que su marido se desplomara comprando el pan, todo está oscuro a su alrededor. Ella es la fiel compañera de un cuerpo postrado a una cama y de una mente que sufre una continua e irreversible pérdida de lucidez. Dolores recuerda el calor del sol que entraba por la terraza de su antiguo piso. Ahora solo le acompañan las sombras del bajo, donde no existen escaleras que sean un obstáculo en los momentos de urgencia.

Ellos residen entre esas paredes desde entonces, aunque Dolores no lo considera un hogar. Allí apenas entra luz natural y no ha podido vencer la guerra contra las humedades. Esas son las causantes del olor que la acompaña diariamente, junto con el sonido de los quejidos y el sabor salado que llega a su boca cuando los días se alargan demasiado.

No puede evitar odiarse a sí misma, sobre todo cuando no es capaz de controlar los pensamientos que invaden su mente. Algunas veces se ve apretando sus dedos contra la almohada que recoloca una y otra vez para que su marido esté más cómodo. En esa lucha interna ella siempre acaba perdiendo. Hay ocasiones en las que ni siquiera se levanta del sofá tras escuchar los lamentos y se pregunta si el tiempo, si esos interminables once años, han conseguido despojarle de su humanidad.

Cuando ese vacío le invade, Dolores se dirige a la ducha. Abre el grifo para que comience a correr el agua mientras se quita la ropa sin querer mirar su desnudez en el espejo. Se sitúa bajo los chorros que le trasladan a una realidad diferente. Agarra el grifo con fuerza y cierra los ojos. Lanza un leve suspiro. Sin titubear, mueve el mango del grifo hacia la izquierda y deja que esos chorros comiencen a quemarle la piel. Aprieta los dientes mientras sus lágrimas se pierden por el desagüe. Y siente. Siente que el agua le abrasa, que quema su débil cabello y que recorre su espalda haciendo que un calor doloroso se apodere de ella. Cuando no puede aguantar más, Dolores gira el grifo hacia la derecha. El leve alivio que percibe da paso a una frialdad que inmoviliza cada parte de su cuerpo, abre sus ojos y provoca que lance un grito que se ahoga en el mismo cuarto de baño. Termina su ducha tiritando, con el cuerpo dolorido pero aliviada. Sabe que, al menos un día más, todavía es capaz de sentir. Aún tiene razones para pensar que sigue viva.