martes, 12 de febrero de 2013

Olor a podrido



Desde que tengo uso de razón una de las imágenes que atacan mi subconsciente es aquella en la que, ya sin vida, empiezo a descomponerme. Los gusanos aparecen de la nada para devorar con lentitud mi cuerpo inerte, que se va pudriendo a fuego lento hasta convertirme en una seca y horripilante figura que presume de muerte. Mi cerebro, hábil para evitar asuntos que no quiere asumir, intenta olvidar esa fantasmal estampa cuando el terror invade mi cuerpo y me ofrece en bandeja el alivio. Me detengo en la nula capacidad que entonces tendré para percibir ese proceso cuando irremediablemente ocurra.

Qué bien sienta alejarse de los pensamientos oscuros, vivir al día sin preocupaciones luciendo la coraza de la ignorancia que nos evita el sufrimiento. Pero a medida que crezco empiezo a ser consciente de que hay un elemento capaz de atravesar mi armadura. Se trata del olor. Aquel nauseabundo aroma que se expande sin control envolviendo lo que me rodea. Y es gracias al olor, que no se maquilla ni se esconde, por el que aprecio lo podrido que aparece todo a mi alrededor, un ambiente que se va descomponiendo lentamente mientras crece en mi interior la idea de que no se puede combatir.

Desconectar de lo que ocurre cada vez es más difícil. El hedor se hace más fuerte y los gusanos se multiplican con la intención de darse un festín de carne. Mi cerebro se queda sin recursos y solo reacciona de forma primaria, obligándome a tapar mi nariz, y a veces también los ojos y los oídos, porque esta putrefacción también presume de imágenes y sonidos que agudizan aún más la peste. “Aquí huele a podrido”, me limito a decir, cuando quizá la evidencia habla por sí sola. Descubro entonces que hay algo peor que la obsesión que me atormentaba. Vivo en una pesadilla de la que no es posible despertarse, donde es la realidad la que se descompone ante mis ojos. Respiro aire nocivo, lucho diariamente contra las nauseas y presencio aterrado como mi existencia se convierte en un trozo de carne que lleva semanas, años, en mal estado.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Desamparada



El planeta seguía girando. El tiempo no se detenía y las vidas de los allí presentes también se habían movido. Algunas eran mejores, otras peores. Pero todos escondían en la mirada su esencia, esa que intentaban ocultar bajo la máscara que la sociedad les había obligado a lucir para sobrevivir. Sentados en torno a una desgastada mesa de madera de un bar cualquiera, esperando siete combinaciones de cafés diferentes y sin que ninguno demostrara el valor para lanzar el asunto que les había reunido. Los temas triviales salían a flote una y otra vez, plantillas de conversación ya aprendidas que surgían mecánicamente como había ocurrido otras tantas veces. Así que, de momento, nadie se atrevía a hablar de ella.

Ella era una mujer que sí se había detenido. Mientras todo a su alrededor había continuado hacia delante, a veces a trompicones y otras veces con una traicionera serenidad, su vida se había estancado. Más de lo que cualquier ser humano podía soportar. Y ese gran bache había ocasionado que se distanciara de sus amigos, separados en la distancia y encontrados en la frialdad del tacto de la pantalla de un teléfono móvil. Sus amigos, hoy reunidos después de un buen puñado de meses, habían escuchado rumores que apuntaban hacia lo que algunos denominaban una fuerte depresión. Esos chismes decían que se había vuelto más dura, hiriente en cada conversación, como si quisiera expulsar con cada palabra todo el daño que llevaba acumulado. Algunos contaban que tratar con ella se había vuelto imposible, un acto insoportable, que el tiempo había consumido su alegría y que como resultado se había convertido en una chica fría, arisca y desagradable.

No eran tiempos fáciles para ninguno de ellos. Por eso, a medida que pasaban los días, quienes hasta entonces habían sido sus amigos habían mostrado dificultades para encontrar un hueco y quedar con ella. Al principio fue involuntariamente, pero más tarde todos se dieron cuenta que una simple cerveza a su lado se convertía en el peor trago posible, sobre todo porque no dejaba pasar la oportunidad para sacar los trapos sucios de quien se encontrara a su lado. Nadie quería una amistad con alguien tan hiriente. Nadie quería una amistad con alguien tan sincero. Ella tuvo que lidiar con esa soledad a la que fue abocada, que no le ayudaba a recuperar su antiguo estado de ánimo, y que convertían su rutina en una pescadilla mordiendo la cola de la amargura y la desesperación.

Los cafés llegaron a la reunión y los siete amigos comenzaron a removerlos con sus cucharillas, esperando el momento perfecto para dar el primer sorbo. Fue uno de ellos quien se pronunció tímidamente, nombrándola con el temor de quien invoca a un muerto reciente. En realidad, todos sabían que la solución era simple. Alguien debía ofrecerse voluntario para tratar con ella, intentar entrar en su mente y traerla de vuelta tal y como la recordaban. Era la única propuesta posible que proponían los que aún se preocupaban por su bienestar, pero nadie mostró el más mínimo interés para adoptar el papel de salvador. Era una época en la que la angustia se evitaba a toda costa, sobre todo cuando esta iba acompañada de una sinceridad tan sangrante. Enfrentarse a ella era plantarle cara a cada una de sus vidas y nadie reunía el valor para tal proeza. El planeta seguía girando, dando vueltas sobre su propia decadencia, y ninguno de ellos estaba preparado para ese evento. No había lugar para la sinceridad, solo para la supervivencia.