Desde que tengo uso de razón una
de las imágenes que atacan mi subconsciente es aquella en la que, ya sin vida,
empiezo a descomponerme. Los gusanos aparecen de la nada para devorar con
lentitud mi cuerpo inerte, que se va pudriendo a fuego lento hasta convertirme
en una seca y horripilante figura que presume de muerte. Mi cerebro, hábil para
evitar asuntos que no quiere asumir, intenta olvidar esa fantasmal estampa cuando
el terror invade mi cuerpo y me ofrece en bandeja el alivio. Me detengo en la
nula capacidad que entonces tendré para percibir ese proceso cuando
irremediablemente ocurra.
Qué bien sienta alejarse de los
pensamientos oscuros, vivir al día sin preocupaciones luciendo la coraza de la
ignorancia que nos evita el sufrimiento. Pero a medida que crezco empiezo a ser
consciente de que hay un elemento capaz de atravesar mi armadura. Se trata del
olor. Aquel nauseabundo aroma que se expande sin control envolviendo lo que me
rodea. Y es gracias al olor, que no se maquilla ni se esconde, por el que aprecio
lo podrido que aparece todo a mi alrededor, un ambiente que se va
descomponiendo lentamente mientras crece en mi interior la idea de que no se puede
combatir.
Desconectar de lo que ocurre cada
vez es más difícil. El hedor se hace más fuerte y los gusanos se multiplican
con la intención de darse un festín de carne. Mi cerebro se queda sin recursos
y solo reacciona de forma primaria, obligándome a tapar mi nariz, y a veces
también los ojos y los oídos, porque esta putrefacción también presume de
imágenes y sonidos que agudizan aún más la peste. “Aquí huele a podrido”, me
limito a decir, cuando quizá la evidencia habla por sí sola. Descubro entonces
que hay algo peor que la obsesión que me atormentaba. Vivo en una pesadilla de
la que no es posible despertarse, donde es la realidad la que se descompone ante
mis ojos. Respiro aire nocivo, lucho diariamente contra las nauseas y presencio
aterrado como mi existencia se convierte en un trozo de carne que lleva
semanas, años, en mal estado.