En un bajo inmueble de una sombría y estrecha calle de
Sevilla vive Dolores desde hace once años. Los peores años de su existencia.
Desde que su marido se desplomara comprando el pan, todo está oscuro a
su alrededor. Ella es la fiel compañera de un cuerpo postrado a una cama y de
una mente que sufre una continua e irreversible pérdida de lucidez. Dolores recuerda
el calor del sol que entraba por la terraza de su antiguo piso. Ahora solo le
acompañan las sombras del bajo, donde no
existen escaleras que sean un obstáculo en los momentos de urgencia.
Ellos residen entre esas paredes desde entonces, aunque Dolores
no lo considera un hogar. Allí apenas entra luz natural y no ha podido vencer
la guerra contra las humedades. Esas son las causantes del olor que la acompaña diariamente,
junto con el sonido de los quejidos y el sabor salado que llega a su boca cuando
los días se alargan demasiado.
No puede evitar odiarse a sí misma, sobre todo cuando no es
capaz de controlar los pensamientos que invaden su mente. Algunas veces se ve
apretando sus dedos contra la almohada que recoloca una y otra vez para que su marido esté más
cómodo. En esa lucha interna ella siempre acaba perdiendo. Hay
ocasiones en las que ni siquiera se levanta del sofá tras escuchar los lamentos
y se pregunta si el tiempo, si esos interminables once años, han conseguido
despojarle de su humanidad.
Cuando ese vacío le invade, Dolores se dirige a la ducha.
Abre el grifo para que comience a correr el agua mientras se quita la ropa sin
querer mirar su desnudez en el espejo. Se sitúa bajo los chorros que le trasladan a una realidad diferente. Agarra el grifo con fuerza y cierra los ojos. Lanza
un leve suspiro. Sin titubear, mueve el mango del grifo hacia la izquierda y
deja que esos chorros comiencen a quemarle la piel. Aprieta los dientes mientras
sus lágrimas se pierden por el desagüe. Y siente. Siente que el agua le abrasa,
que quema su débil cabello y que recorre su espalda haciendo que un calor
doloroso se apodere de ella. Cuando no puede aguantar más, Dolores gira el
grifo hacia la derecha. El leve alivio que percibe da paso a una frialdad que
inmoviliza cada parte de su cuerpo, abre sus ojos y provoca que lance un grito
que se ahoga en el mismo cuarto de baño. Termina su ducha tiritando, con el cuerpo
dolorido pero aliviada. Sabe que, al menos un día más, todavía es capaz de
sentir. Aún tiene razones para pensar que sigue viva.
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