jueves, 5 de enero de 2012

Si los Reyes fueran los padres

Cada vez son más el número de desalmados que existen por ahí empeñados en hacernos creer que los Reyes Magos son los padres. Quizá alguna colonia o algún pijama recibido años atrás tenga algo que ver con tal afirmación, ya que quienes se encargan de revelarnos el que dicen que es el secreto más oscuro de nuestra infancia lo hacen motivados por una fuerte resignación. Resignación a crecer, tal vez, o resignación a aceptar la crueldad de la realidad que nos rodea. Aún así, enternece ver cómo hay algunos que mantienen la ilusión por la llegada de esos tres señores que vienen desde Oriente con la intención de repartir millones de regalos en una sola noche. Observar su inocencia y el brillo de sus ojos tras el paso de la cabalgata hace que merezca la pena todas las discusiones que hayamos tenido para que el bocazas de turno se contuviera y no hablara más de la cuenta.

Pero, para ser sinceros, tengo que reconocer que a mí no me importaría que los Reyes Magos fueran mis padres. No sería una razón para deprimirme ni volvería mi vida más oscura, ni mucho menos se perdería la magia que envuelve la noche del 5 de enero. Si al final es cierto, si lo que algunos se empeñan en repetir constantemente es verdad, solo nos estarían dando motivos para estimar aún más a los que nos rodean. Aquellos que siempre han estado dispuestos a darnos lo mejor que estaba a su alcance, trabajando sin descanso para que no nos faltara nada. Ellos son los que se han pasado noches en vela cuando la fiebre dominaba nuestro cuerpo, quienes han madrugado diariamente para costear colegio, clases particulares o la aventura de cualquier afición con la que nos sintiéramos atraídos a lo largo de nuestra infancia. También son los que se han esforzado por darnos el mejor futuro al que podíamos aspirar, aunque la realidad hoy vaya un paso por delante y nos hayamos tenido que despertar de golpe del sueño de conseguir ese futuro perfecto.

Como cada noche de Reyes, me dispongo a dejar al lado de la ventana un vaso de leche y un plato con galletas para que Sus Majestades puedan coger fuerzas para continuar con su viaje. Aunque, pensándolo mejor, preferiría que fueran mis padres quienes terminaran devorando mi obsequio, tras levantarse sigilosamente en mitad de la noche y colocar sus regalos en un punto estratégico del salón. Me daría más razones para reforzar el orgullo que siento por ellos.

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