martes, 7 de agosto de 2012

El callejón (relato)

Cuando me di cuenta de dónde estaba ya había cruzado una buena parte de aquel callejón. Ahora todo lo que me quedaba por delante era una larga caminata. No tenía ni idea si me iba a costar atravesarlo, pero sin saber por qué, tenía que hacerlo.

Lo cierto era que los primeros pasos no me resultaron pesados, quizás porque no era consciente de que caminaba o porque me entretenía con cualquier cosa. Pero cuando abrí bien los ojos supe que aún me quedaba mucho por recorrer. Fue en ese instante cuando sentí por primera vez añoranza, un sentimiento que acompañaría el resto de mi viaje.

Aún así, seguí andando con incertidumbre, sin saber quién se cruzaría en mi camino o qué circunstancias me harían ir más despacio o más deprisa. En algunos tramos la luz del sol iluminaba la calle. Me gustaba la sensación de calor que producían esos rayos en mi cara. En otros tramos, en cambio, me enfrentaba a ráfagas de viento que me dificultaban seguir mi camino con normalidad.

La inseguridad con la que andaba me hizo tropezar en varias ocasiones. Mis rodillas acababan raspadas y ensangrentadas. También mis manos, ya que cuando caía intentaba protegerme con ellas para que el golpe no fuera aún mayor. No siempre lo conseguía pero, con más o menos esfuerzo, me volvía a lenvatar, lo que permitía endurecer mi fuerza interior aunque mi cuerpo acabara destrozado.

No tardé mucho en comprender que existía la posibilidad de que mi destino no se encontrara al final del callejón. Quizás tendría que abandonarlo mucho antes, cruzando una de sus muchas esquinas, algunas de las cuales no se veían a simple vista. La añoranza no hacía más que invadir mi mente. Tuve miedo al pensar qué habría al cruzar una esquina. Puede que me encontrara con otro interminable callejón, pero tenía que hacerme a la idea de que tal vez la calle podría estar cortada impidiéndome el paso y deteniendo mi camino para siempre.

¿Merecía estar allí? No había tenido la oportunidad de decidirlo. No sabía cómo ni por qué había aparecido al principio de la calle y ahora el único camino posible era seguir hacia delante.

Me confortaba encontrarme con personas que me hacían la caminata más agradable. Algunos se marchaban pronto, otros permanecían a mi lado largos tramos. Había incluso quien me tendía una de sus manos cuando me tropezaba. Constrastaba con los que me ponían la zancadilla para hacerme caer, a veces con éxito. Pero, al final, a todos los acababa añorando. Cuando nos dábamos cuenta de que nuestro camino no era el mismo no quedaba más remedio que despedirnos con la incertidumbre de si volveríamos a vernos. Incertidumbre. Una vez más.

Era curioso como cuanto más avanzaba más me detenía para mirar atrás. No podía dejar de pensar en todo lo que había recorrido hasta ahora. Ese sentimiento se unía al miedo que sentía cada vez que pensaba que el final de mi camino estaba cerca. Cada paso aumentaba mi miedo. Había instantes en los que me quedaba inmóvil y el cuerpo me temblaba pensando en ese inminente final. Era injusto. ¿Por qué pensar en el final me impedía disfrutar de la caminata? Era algo que llegaría. Algo que, al igual que encontrarme allí, yo no había elegido pero que tenía que asumir. Fue entonces cuando decidí que acabaría mi travesía con valor. Qué iluso fui, pues con cada paso que daba, ya llegando al final de un callejón que una vez pareció no tener fin, comprendía que no terminaría de andar con ese sentimiento. Sería la resignación la que se apoderaría de mi cuerpo y la que me acompañaría al atravesar el último tramo, el más oscuro, y el que pondría irremediablemente punto y final a mi viaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario