lunes, 20 de abril de 2015

Escaleras mecánicas

En las profundidades de la ciudad, donde con cierta desesperación todos buscan un destino, observé a quienes intentaban escapar de sus orígenes. El mecanismo para hacerlo era sencillo, ordenado, pero no dejaba de resultarme curioso. Ante esas imponentes escaleras mecánicas, las personas se clasificaban en dos grupos, con un gesto involuntario que decía más de ellos mismos de lo que podrían llegar a aceptar en toda su vida.

A un lado, normalmente el derecho, estaban los que se dejaban llevar. Ofrecían su cuerpo inerte al movimiento de la escalera, dejando que su mecánica fuera la que decidiera el tiempo de su viaje y adaptándose a la velocidad que otros habían decidido. Los peldaños del lado izquierdo se dejaban vacíos y eran utilizados por quienes necesitaban algo más. La velocidad impuesta no era suficiente para ellos y buscaban acortar el tiempo que separaba la oscuridad de la luz. Eran quienes aceleraban su destino, fijaban su ritmo y decidían seguir moviéndose pese a que ya había movimiento bajo sus pies. Mientras, los integrantes del primer grupo lanzaban multitud de miradas, a veces cargadas de resignación y otras veces de la más pura envidia.

En las profundidades de la ciudad aprendí que había dos clases de personas: las que se dejan llevar y las que marcan su propio ritmo. Pero el resultado era el mismo para todos. Luz para quienes ascendían y oscuridad para quienes bajaban.

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