miércoles, 11 de julio de 2012

Mentir en el currículum

Me dispongo a redactar mi currículum. "¿Nivel de inglés? Pondré avanzado". Sé que si soy sincero tendré menos opciones de acceder al actual mercado laboral, así que me aventuro en el mundo del engaño. Lo afronto sabiendo que en los posibles procesos de selección a los que puedo enfrentarme tendré que recurrir a eso que llaman la picaresca española y que, si tengo un poco de suerte, lograré convencer a quien me vaya a contratar de que domino lo que exije, aunque sea algo en lo que en realidad flojee. Si el azar está de mi parte firmaré un contrato, por un año tal vez, y comenzaré a trabajar con ganas e ilusión, consciente de cuánto anhelaba estar en ese puesto de trabajo y con la presencia constante del miedo a que mi jefe requiera de mis conocimientos del inglés. En ese momento, cuando se descubra la mentira a la que le he sometido, lo más probable es que termine marchándome de la empresa, con una mano delante y la otra detrás, hayan pasado dos, cinco u ocho meses desde mi llegada. Mi fulminante despido se debe a una simple pero certera mentira en mi currículum, un documento que consta de un par de páginas donde la empresa se hace una idea de lo que puedo aportar a la empresa y de las habilidades que voy a desempeñar si accedo al puesto.

Si extrapolamos esta situación al mundo de la política, podemos decir que redactar un currículum se equipara a elaborar un programa electoral y que acudir a una entrevista de trabajo se encuentra al mismo nivel que realizar un mitín, una manera de exponerte frente al que (se supone) que va a ser tu jefe durante los próximos cuatro años si sales contratado. La gran diferencia entre ambas situaciones se encuentra en la solidez de ese contrato. El trabajador común cuenta hoy en día con un contrato frágil, susceptible de convertirse en papel mojado en cualquier instante gracias a que cada día que pasa se toman las medidas oportunas para que así sea. Y, dentro de esa delgada línea de seguridad, hay que contar con que se haya sido honesto, ya que si el trabajador ha mentido al afirmar que hará algo que después no puede realizar, será despedido fulminantemente cuando su mentira sea cazada. El contrato del político es muy diferente. No solo porque el suyo tiene una vigencia de cuatro años sino porque en el momento de ser contratado, cuando en la noche de las elecciones se designa al nuevo empleado que trabajará en Moncloa, el elegido se envuelve en eso que llaman la legitimidad de las urnas, un halo de esplendor que al parecer le da derecho a hacer lo que le venga en gana, aunque en su proceso de selección dejara las líneas claras sobre lo que llevaría a cabo si finalmente alcanzara ese puesto de trabajo.

"Haré cualquier cosa que sea necesaria, aunque no me guste y aunque haya dicho que no lo iba a hacer". Esta terrible frase salió de la boca de Mariano Rajoy el pasado mayo, seis meses después de que la ciudadanía le eligiera para cubrir el puesto que dejaba vacante Zapatero. Es cierto que en su proceso de selección Rajoy dijo poco, pero le bastó erigirse líder de un cambio que la ciudadanía necesitaba y que él no tuvo ninguna duda en prometer. "Lo primero, el empleo" o "No más IVA" fueron algunas de las consignas que usó meses antes de las elecciones, mentiras que en la actualidad han quedado más que demostradas. Mariano Rajoy no ha tardado ni un año en mostrar los engaños en los que basó su llegada al poder, algo que, para mí, hace perder cualquier tipo de legitimidad que le hayan podido dar las urnas. Desgraciadamente, en esta sociedad no tenemos ninguna ley que obligue a los gobernantes a cumplir con lo que prometieron, como mínimo en los doce primeros meses de su llegada al poder, y, mientras tanto, a ellos les basta con escudarse en que la situación era peor de la que esperaban para justificar cualquier medida que adopten, por mucho que hagan sangrar a una ciudadanía ya necesitada de transfusiones. Así, al igual que me ocurriría a mí tras poner en práctica mi verdadero nivel de inglés en mi empresa, cualquier político que llegara al poder a base de engaños debería ser despedido fulminantemente cuando sus mentiras quedaran en evidencia. Quizá así se pondría la primera piedra del proceso de higiene que necesita la política para descontaminarse.

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